Título: "Noches de tinta y piel"
El arrepentimiento se ha convertido en mi única compañía. Vivo cada día con el peso de las palabras que nunca dije, los gestos que nunca tuve, las promesas que rompí sin darme cuenta. Y, sin embargo, lo peor de todo es que ahora lo entiendo. Entiendo que no fueron las grandes peleas las que nos destruyeron, ni las diferencias que, en su momento, parecían insalvables. Fueron las pequeñas cosas, las que dejamos pasar, esas que ignoramos por pura comodidad.
Las noches en que estábamos juntos, pero tan lejos el uno del otro. Tú, acostada a mi lado, mirando el techo, y yo sin tener el valor de abrazarte, de romper ese silencio que se hacía más fuerte con cada segundo que pasaba. Me arrepiento tanto de no haberte hablado, de no haberte preguntado qué te dolía, de no haber insistido cuando me respondías con monosílabos, como si estuvieras cansada de explicarme lo que yo ya sabía. En el fondo, ambos sabíamos que algo andaba mal, pero dejamos que todo siguiera, con la esperanza de que las cosas se arreglarían solas. Qué equivocados estábamos.
Pero, aun así, en medio de esa distancia que se fue colando entre nosotros, teníamos momentos en los que todo parecía volver a ser como antes. Recuerdo una noche en particular. Habíamos discutido, pero luego, de alguna manera, terminamos en la cama, nuestras pieles encontrándose de nuevo como si solo en esos momentos pudiéramos entendernos.
Te desnudaste lentamente, como lo hacías cuando querías que yo lo viera todo, que sintiera cada centímetro de ti como si fuera la última vez. Tus ojos se clavaron en los míos, y por un instante, fue como si nada más existiera. La tensión que había en el aire se disipó en un suspiro compartido. Mis manos recorrieron tu cuerpo, como lo habían hecho tantas veces, pero esa vez, sentí algo diferente, algo que no quise aceptar en ese momento: miedo. Miedo de perderte, de que fuera una de las últimas veces que te tendría así, tan cerca, tan mía.
Tu piel, suave y cálida, era todo lo que necesitaba para olvidarme de lo que pasaba fuera de esa habitación. Te mordiste el labio, como solías hacerlo cuando el deseo comenzaba a apoderarse de ti, y entonces, supe que esa noche sería diferente. No era solo pasión. Era un intento desesperado por reconectarnos, por sentirnos de nuevo, por borrar la distancia que ambos habíamos creado.
Nuestros cuerpos se encontraron una y otra vez, con una intensidad que no habíamos sentido en meses. Tu respiración, rápida y entrecortada, era el único sonido en la habitación, mezclado con el ritmo de nuestros corazones. Tus uñas se clavaron en mi espalda mientras te perdías en mí, mientras nuestros cuerpos se movían al unísono, buscando algo que no sabíamos si aún existía.
Y en ese instante, cuando llegamos al punto más alto, cuando ambos nos rendimos al placer que compartíamos, pensé que todo estaría bien. Que, de alguna manera, ese encuentro arreglaría lo que estaba roto. Pero me equivoqué. Cuando la calma volvió a la habitación, y te quedaste dormida en mis brazos, me di cuenta de que nada había cambiado. La distancia seguía ahí, latente, esperando el momento para volver a hacerse presente.
Esa noche, te observé dormir durante horas. Te veías tan tranquila, tan hermosa, como si el mundo no pudiera tocarte. Yo, por otro lado, no podía dejar de pensar en lo que estábamos perdiendo, en lo que había dejado que se esfumara sin luchar lo suficiente. Mis dedos recorrieron tu espalda, como si quisieran memorizar cada línea, cada curva, por miedo a que pronto ya no estuvieras allí. Y lo supe. En el fondo, lo supe: te estaba perdiendo.
Lo peor de todo es que no supe cómo detenerlo. Te dejé ir, como quien suelta algo frágil sin querer, pero sabiendo que una vez roto, no hay vuelta atrás.
Hoy me duele pensar en esa noche. Me duele saber que, aunque nuestros cuerpos se encontraron, nuestras almas ya estaban tan lejos. Me arrepiento de no haberte hablado, de no haberte dicho que tenía miedo de perderte, que te necesitaba más que nunca. En lugar de eso, me quedé en silencio, dejándote creer que todo estaba bien, cuando nada lo estaba.
Ahora, me aferro a esos recuerdos como quien se aferra a la última chispa de un fuego que se apaga lentamente. Porque en esas noches de pasión y desesperación, al menos te tenía, aunque fuera solo por un momento. Pero cuando el sol salía, volvías a alejarte, y yo me quedaba con la culpa, con el vacío, preguntándome si algún día te recuperaría.