Negación e ira

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Ya es de día. Carla llegó al laboratorio temprano, más temprano que de costumbre. El frío de la mañana aún impregnaba el aire cuando empujó las puertas de cristal, percibiendo de inmediato el eco sordo de sus pasos sobre el suelo de baldosas. El laboratorio estaba vacío. Ninguna señal de Tomás, de Elena, de nadie. Las luces automáticas iluminaban las mesas de trabajo, proyectando sombras largas sobre las superficies metálicas.

Era extraño. Siempre había alguien, aunque fuera solo el sonido distante de una computadora encendiéndose o el murmullo bajo de una conversación al fondo.

**Tal vez hoy soy la primera.**

Un pensamiento que no le desagradaba. Carla siempre había preferido la tranquilidad antes de que todo el bullicio comenzara, el momento perfecto para organizarse sin interrupciones.

Se quitó la chaqueta, doblándola cuidadosamente sobre el respaldo de su silla, y encendió su estación de trabajo. Los monitores parpadearon, arrojando el familiar resplandor azul sobre su rostro. Revisó los informes del día anterior, con la precisión que se exigía a sí misma.

Miró su reloj: 7:15.

Para este momento, al menos Elena ya debería estar allí. Carla se inclinó hacia adelante, echando un vistazo rápido hacia la oficina de la directora del proyecto, pero todo estaba en penumbra, el monitor apagado.

**Extraño.**

**Tal vez Elena no durmió aquí por primera vez en días.**

Carla volvió a su trabajo, abriendo uno de los archivos de calibración que tenía pendientes, pero un leve malestar se instalaba en su estómago. Era el tipo de intuición que había aprendido a escuchar con los años. Algo no estaba bien.

De repente, una necesidad fisiológica le recordó que no había ido al baño desde que llegó. Apagó la pantalla del ordenador, el zumbido bajo de la máquina quedando atrás mientras cruzaba el laboratorio hacia los baños del fondo. La puerta chirrió levemente al abrirla, y el sonido reverberó en la habitación de azulejos, incrementando la sensación de vacío.

Los baños estaban fríos, como el resto del edificio a esa hora de la mañana, y la luz blanca del techo hacía que todo pareciera demasiado brillante. Carla se acercó al lavabo, abriendo el grifo para mojarse las manos. El agua estaba helada, y el contacto inmediato la hizo estremecerse, como si la sacudiera de un letargo que ni siquiera había notado que tenía.

Cuando terminó, se dirigió a uno de los cubículos. La puerta estaba entreabierta, lo cual era inusual, pero no le dio demasiada importancia. Tomó el borde de la puerta para abrirla del todo, y en ese instante, se quedó congelada.

Elena estaba allí. Dormida.

El primer pensamiento que cruzó la mente de Carla fue la incredulidad. Elena, siempre tan controlada, tan firme. Verla en esa posición, con el cuerpo desplomado sobre la tapa del inodoro, la cabeza apoyada contra la pared de azulejos como si se hubiera desmayado allí de puro agotamiento. El rostro de Elena estaba pálido, sus labios entreabiertos, respirando con suavidad, ajena al mundo.

Por reflejo se inclinó hacia ella, extendiendo la mano para tocarle el hombro, pero se detuvo justo antes del contacto. Su mente se disparó con escenarios posibles: ¿y si Elena estaba enferma?, ¿y si había pasado algo más grave?

“¿Elena?” susurró, sintiendo que su voz apenas rompía el silencio opresivo del baño.

Nada.

Se agachó un poco más, repitiendo su nombre, esta vez con más firmeza.

"Elena, despierta." La tocó suavemente en el brazo, dudando, insegura de cómo manejar la situación.

Elena abrió los ojos lentamente, parpadeando como si le costara ubicarse. Al principio, parecía desorientada, y por un momento, Carla pensó que quizás ni siquiera la reconocía. Pero luego Elena la miró, sus ojos apenas enfocándose, la sorpresa y el cansancio dibujados en su expresión.

Caída de los Nuevos Ícaros: El Pecado de Redefinir la CarneDonde viven las historias. Descúbrelo ahora