Introducción

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Mi nombre es Éliarag Andrer, aunque todos me conocen como Éliar.

En mis veinticinco años de vida nunca jamás había salido del pueblo donde nací, ni siquiera me había adentrado en la arboleda que lo rodea

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En mis veinticinco años de vida nunca jamás había salido del pueblo donde nací, ni siquiera me había adentrado en la arboleda que lo rodea. Este hecho no es algo que yo habría decidido, se trata de una injusta imposición. Un decreto que todas las personas con apellidos malditos debemos cumplir, y de no hacerlo, seremos condenados a pena de muerte. No importa nada de lo que hagamos en vida, nuestro destino queda sellado desde el mismo momento en el que venimos al mundo. ¿La causa? Ser los descendientes de un grupo de revolucionarios que conspiraron contra el rey hace más de cinco siglos. Álklanor Núndior, el soberano por aquel entonces, mató públicamente a los tres líderes de la rebelión y condenó a todos sus adeptos y sus futuros sucesores a una vida de exclusión. Desde ese momento, marcaron con un fierro quemador las espaldas de los participantes de la revuelta y fueron trasladados a Ástbur, en donde pasarían el resto de la eternidad.

Más allá de la villa somos conocidos como «marginados», y tenemos fama de ser personas sin escrúpulos que matarían por un trozo de codillo asado. Aunque esta reputación de la que os hablo está equivocada, bien es cierto que más de uno sí sería capaz de cometer un asesinato por llevarse algo caliente a la boca.

Pasamos mucha hambre y sed, en nuestro pueblo no existen los comercios, ni los pozos o campos de cultivo. Lo único que se nos tiene permitido consumir de forma lícita es el alcohol y la plantiquina, unas hierbas secas enrolladas en papel de maíz que utilizamos para fumar. Cualquier otro producto está vetado.

Tenemos prohibido sembrar o criar ganado, solo podemos nutrirnos con los alimentos que nos llegan desde el otro lado del bosque. Cada siete días, una docena de guardias armados tira en el centro de la plaza las sobras de comida que han quedado en los diferentes pueblos del reino, además de prendas usadas. La mayoría está en mal estado, pero aún así, es lo único que tenemos y por eso suele haber muertos a la hora de hacer la repartición. Cuando se tiene el estómago vacío nadie mira por las necesidades del prójimo, y tanto humanos como animales, somos capaces de hacer cualquier cosa por saciar nuestra desmesurada hambre. Es realmente odioso presenciar ese momento, ver como dos semejantes se matan por llevarse algo a la boca me sumerge en la más profunda tristeza.

Además de la escasez de sustentos vitales, cuando llegaba la época invernal, el frío también se convertía en nuestro asesino. Me duele decirlo decirlo, pero sé que nuestra inmundicia siempre ha sido la mofa de los ricachones que residen en la capital del reino.

Por si no tuviésemos suficientes penurias, también tenemos que sufrir la esclavitud de tener que trabajar en Bajos Hornos. Desde que cumplimos los catorce años, tanto hombres como mujeres estamos obligados a presentarnos cada mañana en la zona industrial situada al otro lado del contaminado río Noivren. Las únicas personas exentas de este deber son las mujeres que han sido madres, quienes gozan de un permiso especial para cuidar a sus retoños hasta que estos cumplan los diez años, y las personas que hayan sobrepasado los seis decenios.

Allí, cada vez que finalizamos la jornada nos entregan una chapa redonda, la cual podemos intercambiar únicamente por una consumición en la tasca situada al sur del pueblo. Como he dicho anteriormente, en Ástbur solo existen dos mercancías legales, y se trata del alcohol y la plantiquina que Oslok almacena en su taberna.

Aunque parezca que nada puede superar esta inmundicia, los marginados estamos expuestos a otra dolorosa penitencia. Los nobles de la capital pueden reclamarnos como esclavos privados cuando lo deseen, y esto es peor que cualquier otra mortificación. A veces, han traído de vuelta a los sometidos que han dejado de serles útiles, y estos, demacrados, han contado a sus paisanos las horribles tesituras que se han visto obligados a sufrir. Ninguno de los esclavos que ha regresado se ha recuperado jamás de las secuelas vividas al otro lado del pueblo. Sus testimonios aseguran haber sido víctimas de violaciones, arranques de pelo y uñas, servir de comida para las mascotas o incluso hacer de caballo para sus dueños, entre otras muchas atrocidades.

Estas injusticias y muchas otras que no he mencionado, fueron el motivo por el que hace años decidí crear mi propia pandilla de ladrones. Mis amigos de confianza, también cansados de tantas tropelías, se unieron a la Banda del Lazo Blanco. El nombre del grupo hace referencia a los pañuelos que llevamos atados a nuestro brazo izquierdo. Nuestro dogma es sencillo de entender, hacemos todo lo que está en nuestra mano para que nuestras familias puedan vivir lo mejor posible. Robamos restos de comida, leña, agua o cualquier bien que esté a nuestro alcance, con el único propósito de ayudar a los seres que más nos importan.

Soy una persona que siempre ha creído que lo que hagamos en vida tendrá sentido una vez nuestra alma se separe del cuerpo. En este mundo hay personas buenas que sufren a diario, mientras otras con naturaleza vil subsisten llenas de vicios y gozos innecesarios. Las injusticias deben pagarse en algún momento, ese es mi credo y bajo su consecuencia actúo.

La vida que me ha tocado vivir desde que tengo uso de razón siempre ha sido cruel. Pero he de reconocer que mis padres me han ayudado a mitigar todo el dolor y sufrimiento que supone residir en este inmundo pueblo.

Si tuviera que enumerar los momentos que marcaron mi vida, sin duda uno de ellos sería la muerte de mi abuelo. Yo acababa de cumplir siete años cuando mi padre me sentó en la cama para decirme que había muerto por desnutrición. Nunca más volví a verle. Ese incidente significó un antes y un después en mi personalidad cobarde, y es que fue el principal motivo que me llevó a crear la banda de ladrones de la que he hablado anteriormente. Mi antecesor siempre me hablaba de cómo creía que debía ser la vida al otro lado del bosque, y nos prometimos que algún día saldríamos a comprobarlo.

Otro suceso que me marcó para siempre fue la grave enfermedad que estuvo a punto de llevarse a mi hermano pequeño. Ocurrió hace seis años, y las causas de su decadencia se debieron, una vez más, a la falta de nutrición. Estuvo muy cerca de morir, pero finalmente logró sobreponerse y pudo recuperarse. Ese incidente volvió a recordarme la agonía que se siente al perder a un ser querido, y me daba pánico el pensar que podía volver a pasar por esa angustia. Es por eso que aumenté la frecuencia y volumen de mis saqueos, hasta el punto de atreverme incluso a robar comida a los mismísimos guardias. Sin embargo, a pesar de mis esfuerzos, hace dos años tuvimos que enterrar a nuestras hermanas con tan solo unos meses de vida. La escualidez de mi madre le impidió generar leche suficiente para amamantar a sus dos retoñas, e irremediablemente, un trágico día dejaron de respirar. De haber parido un único hijo en lugar de gemelas, muy probablemente hubiese podido salir adelante, pero el destino no entiende de circunstancias. Te construye el camino sin tener en cuenta como de altas son las pendientes que has de rebasar.

Aquel desgraciado acontecimiento ha mermado el ánimo de mi madre y ahora vive en una profunda depresión. Yo también me siento culpable por no haber podido hacer honor a la banda y salvar sus vidas, pero el terror que siento al pensar que podría vivir otra situación similar, me hace seguir luchando por nuestro futuro. Nunca olvido cual es mi objetivo, recuperar la libertad que un día la dinastía de los Núndior nos arrebató.

Ahora que ya he hablado de mi pavoroso pasado en el pueblo de los marginados, es momento de relatar las peripecias que cambiaron mi vida y la de todos los que me rodeaban. Todo comenzó a cambiar el día en que vi por primera vez a aquella hermosa joven de pelo dorado, y a los tres misteriosos forasteros que entraron de manera violenta en la taberna.



El Pendiente de FuegoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora