Ángeles en desdicha
Antes, la hostilidad que se respiraba en las calles era innegable; el frío cortante de las madrugadas blancas penetraba hasta los huesos, tan helado como las miradas altivas y distantes de las damas de la alta sociedad. Aquellas mujeres, con sus rostros esculpidos por la indiferencia, desfilaban por las avenidas empedradas, sobre todo cuando los mercaderes llegaban a la ciudad en busca de ricos que embaucar e impresionar con sus tesoros. Siempre creí que, para entrar en ese mundo lejano, lleno de lujos, joyas y fastuosidad, era necesario no tener corazón. Durante mi niñez, inocente y breve, imaginaba que los hijos de los herederos nacían con corazones de cristal, frágiles y distantes, incapaces de sentir. Pensaba también que los hombres intercambiaban la vitalidad de sus esposas por bienes materiales, como si entregaran la esencia de sus mujeres en busca de prosperidad. Vivía en una cuna de frío, hermosa pero despiadada.
Mi pueblo, un paraíso helado, era la joya cercana a la metrópoli comercial más grande del país, por ende, era el lugar perfecto para crear un hogar estable y pacifico, -exagerado de pacifico-. Era común ver a las damas de alta alcurnia pasear por las calles, siempre acompañadas de sus amas de llaves, quienes vigilaban a sus hijos con una precisión casi mecánica. Las mujeres caminaban solas, sin alma, sin vida, como si su existencia se desvaneciera en el aire gélido. Esperaban a sus maridos, pero siempre con la amarga certeza de que, al llegar, jamás encontrarían lo que en el fondo anhelaban.
Hubiese querido contarte, amado lector, que el frío de las heladas calles de SilverGlade se desvanecía al cruzar el umbral de mi hogar. Que el hermoso blanco de la neblina, que cubría los parques y dejaba solo visibles las copas de los árboles, se transformaba en un cálido resplandor anaranjado acogedor y envolvente al pasar las puertas viejas y rechinantes de mi pequeña especie de casa. Pero nada estaba más lejos de la realidad... Mi niñez terminó poco después de cumplir los doce años. Aún recuerdo aquella madrugada, de temperatura extraña, casi sofocante, en contraste con el frío habitual de la ciudad. En mi memoria había quedado grabada la imagen de mi madre, sollozando en su cama de hospital a mi lado, rogando por mi vida, ofreciendo la suya a cambio. Eran tiempos duros, de antaño, cuando las calles olían a hollín y tizne, y la medicina, rudimentaria y distante, no ofrecía muchas respuestas. Las enfermedades que superaban la fiebre traían consigo siempre el mismo desenlace: una despedida y un funeral. Mi madre y yo habíamos contraído influenza, con la diferencia que ella se encontraba a término de su décimo... Y ultimo embarazo.
Mi madre, una mujer condenada por su propia belleza, llevaba en sus rizos largos y negros como la noche el peso de la envidia ajena. Sus caderas susurraban deseos, y sus ojos, verde oscuro atrapaban las almas de aquellos que se atrevían a mirarlos. Era, en ese sentido, una bendición y una maldición encarnada. Su hermosura desató celos tan fieros que un conflicto marital entre los vecinos de la que era en ese entonces su casa los envolvió en desgracia. Así, mi abuelo, temeroso de los peligros que su gracia atraía, decidió entregarla, joven, inocente y vulnerable, al primer hombre que ofreciera tomarla como esposa. Luego de ello, a los meses murió. Sin conocer nietos y sin conocer el sufrimiento al que había vendido a su hija.
Ojalá la suerte hubiese estado de su lado, pero no fue así. Mi padre, un hombre que buscaba consuelo en la botella, tenía el alma corroída por el resentimiento que solo la pobreza trae. Era un músico, talentoso, sí, pero ingrato con la vida que le había dado una esposa tan deseada por otros. Sus enseñanzas para con nosotros, sus hijos, eran tan ortodoxas como crueles para los varones, y aún más implacables para sus hijas. Su corazón, endurecido nunca comprendió la fortuna que tenía a su lado. Sus finanzas, siempre un misterio, eran tan impredecibles como su presencia en nuestro hogar. Incluso en medio de la incertidumbre, nunca entendí cómo mi madre, con una fortaleza que no alcanzaba a comprender, mantenía a nuestra familia a flote, como un faro en medio de una tormenta, mientras la vida misma parecía empeñada en apagar su luz. Hasta lograrlo... El día en que mi madre se despidió de este mundo, mi padre, en un gesto que él consideró bondad, nos abandonó a las frías calles de SilverGlade. Con doce años, me vi convertida en la guardiana de mis hermanos menores, intentando protegerlos del frío y la indiferencia que nos rodeaba.
CZYTASZ
VICENCINA
Romance"Vicencina" nos lleva a la melancólica historia basada en hechos de la vida real de una joven de pasado denso y oscuro llena anhelos. Mientras las mujeres de la élite caminan con miradas altivas y corazones fríos, Vicencina se enfrenta a sus sentimi...