Capitulo VI

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                                                           Olor a Jazmín.

Mi sonrisa fue tan grande que hasta él arqueó una ceja. El no lo sabia pero su sola presencia había silenciado los miles de pensamientos que atosigaban mi mente en el día.

—Perdóname, creo que estoy un poco cursi hoy. Te he estado esperando.

—¿A mí? —pregunte, con esa mezcla de sorpresa y diversión.

—Sí, quise venir a contarte lo horrible que fue mi semana.

—Vaya, qué motivación tan buena para verme —dije, burlándome, pero con curiosidad—. A ver, cuéntame.

              Me habló de lo pesadas que eran sus clases, lo estirados que eran algunos de sus maestros. Otros lo adulaban solo por su apellido, y los más religiosos lo miraban como si por ser sobrino del obispo fuera a excomulgar a media clase. La devoción de los seguidores de la fe y de los fieles a la ciencia resonaba intensamente en aquellos tiempos. En una conversación sincera, me compartió lo complicado que resultaba vivir actualmente con sus padres, en especial su madre. Su adolescencia, marcada por conflictos y rebeldía, lo llevó a ser enviado a la casa de su tío, el obispo como castigo, aunque con el tiempo se transformó en una oportunidad invaluable.

              En el refugio de su tío, encontró no solo una figura amorosa, sino también un guía espiritual que le abrió las puertas a una nueva forma de entender el mundo. Le enseñó a conectar con la espiritualidad de manera auténtica, a venerar a los animales por su pureza y a descubrir la magia oculta en las plantas y sus propiedades curativas. Comprendió que cada ser vivo, sin importar cuán pequeño, lleva consigo un propósito—una verdad que yo ignoraba por completo.

Movida por la curiosidad, le pregunté cuál era su propósito en la vida. Con una sonrisa traviesa, me respondió: "Ser tu... amigo, tal vez".

"Por cierto, te traje algo"—Dijo mientras sacaba un pequeño frasco y lo extendía hacia mí.

Saco de su bolsillo un pequeño frasco y lo extendió hacia mí.

—¿Para mí? ¿Qué es? —pregunté, intrigada, mientras abría el frasco con manos temblorosas.

—Es un ungüento. Tu trabajo reseca tus manos, así que pensé que te vendría bien. Lo hice yo; me emocionaba mucho dártelo. Le he agregado una esencia con un olor que...

—¡Huele a jazmín! —exclamé, entusiasmada, al reconocer el aroma floral que me envolvía.

—Me recuerda a ti... —concluyó, su mirada suave y sincera.

Me sonrojé, sintiéndome muy feliz por el gesto. Le agradecí sinceramente por el ungüento mientras lo guardaba en el pequeño bolso que llevaba.

—La verdad, me agradas mucho más cuando no estás en modo "odiador" y llamándome rufián—dijo él, sonriendo con complicidad.

—No es que no te esté odiando, pero hoy he tenido un buen día —respondí, con un tono juguetón que lo hizo reír.

Le conté sobre el hermoso día que había pasado junto a mis hermanos y la emocionante noticia sobre Luisa. Fernando, que conocía al señor Asturias por los negocios de su padre, no pudo evitar soltar una broma.

—Si nace una niña con la nariz de Don Asturias. ¡Catástrofe! —dijo, riendo ante la idea.

Seguimos platicando un rato en el puente, y cuando la tarde comenzó a enfriarse, me acompañó hasta la casa de Doña Cecilia. Al llegar, mi corazón se estremeció; no quería que ese momento finalizara. Mi mente se preguntaba si era por Fernando o por lo normal que me sentía al ser finalmente una joven.

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