Capitulo IV

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                                                Los tés hechos con amor reparan el corazón

                 

                    Esa noche descubrí que la mente es la celda más oscura, y no hay juez más severo que nuestra propia conciencia. Mi vida, hasta entonces, había estado marcada por una dureza abrumadora. Los años, como un velo espeso, habían cubierto el dolor de ver partir a mi madre, y de los ecos de todo lo que siguió, dejándome sin siquiera el derecho a un luto verdadero. A veces pienso en ese momento, pero los detalles se desvanecen en la bruma de mi memoria como si mi mente tratara de proteger los pedazos que quedaron de mi en ese momento. Quizás fue la rabia lo que tomé como escudo y motor cuando tuve que encontrarles un hogar a mis hermanos pequeños; tal vez no me juzgo tanto porque en el fondo sabía qué hacía lo correcto. 

                       En mis visitas de cada domingo, podía observar cómo crecía su mundo lleno de oportunidades. Algunos ya dominaban la lectura y la aritmética, hasta mis hermanas pequeñas, Ofelia y Oriana, y que una mujer contase con ese privilegio, en esos años, era como un maná caído del cielo. Dios fue testigo del sufrimiento que me consumía, de la angustia constante por protegerlos, por asegurar que sus futuros no fueran un reflejo de mi presente. Pero la angustia que me atenazaba aquella noche era distinta.

                      Esa noche, repasé una y otra vez en mi cabeza cada palabra, cada gesto que compartí con Nando. Me torturé con cada frase que pronuncié, incapaz de entender por qué le había confiado tanto de mí. Era cierto que el peso de ser quien soy me ahogaba, pero yo no solía ser así. No era mi naturaleza desnudar el alma ante, y, sin embargo, con él, lo había hecho. Me angustiaba pensar si sus palabras eran sinceras; ¿Cómo podríamos ser amigos si ni siquiera frecuentábamos los mismos lugares? Doña Cecilia nunca me había prohibido salir ni ser una adolescente común, pero Alejandro y yo sabíamos que no éramos comunes. Nos castigábamos a nosotros mismos con el peso del apellido que llevábamos, un apellido que resonaba con la pobreza, y el miedo al abandono era constante, especialmente del ángel que había sanado nuestros corazones. Aunque Doña Cecilia siempre nos invitaba a sus actos sociales, Alejandro y yo nos alejábamos de la alta alcurnia para evitar más mezquindad.

                     Ojalá esos pensamientos se hubieran desvanecido aquella noche, pero, para mi desdicha, persistieron como sombras que oscurecían los días siguientes. De repente, me encontraba disociada del mundo, atrapada en un torbellino de inquietudes sobre lo que él podría haber pensado de mí, martillando en mi mente la imagen de cómo me veía ese día. Me reprendía constantemente, recordándome que no debía importarme la opinión de alguien que nunca volvería a cruzarse en mi camino, pero, al mismo tiempo, me preguntaba con angustia qué estaría haciendo. 

                    Doña Cecilia y Alejandro me observaban con miradas cargadas de extrañeza; no les había revelado la elocuente tarde que había compartido con Fernando López Benavent, un momento que sentía debía ser solo mío, como un susurro guardado en el silencio de mi corazón. No quería que supieran de la ilusión, triste y patética, que había cruzado por mi mente. ¿Por qué alguien con quien solo había compartido un par de horas podía infligir tal tormento a mi alma durante días?

                       La madrugada del sábado me encontró en vela, atrapada en el mismo torbellino de pensamientos que no me habían soltado desde mi encuentro con Fernando. Una semana había pasado, y aun así, mi mente seguía inquieta, buscando reposo en un lugar inalcanzable. Me levanté, arrastrando los pies hacia la cocina, sin esperanza en los tés calmantes, pero sin otro recurso a mano. Mientras el agua empezaba a calentar, una voz suave quebró el silencio desde las sombras.

VICENCINAOpowieści tętniące życiem. Odkryj je teraz