En una fría noche de invierno, un anciano se sentó junto a la hoguera en su cabaña solitaria. Su barba blanca ondeaba al ritmo del viento, y sus ojos reflejaban la sabiduría de los siglos. Era Odín, el Padre de Todo, quien había visto nacer y morir a innumerables guerreros.
—Erik —susurró Odín—, has vivido una vida de honor y valentía. Has enfrentado la muerte en el campo de batalla, pero ¿has reflexionado sobre la vida más allá de la espada y el escudo?
Erik miró al anciano con curiosidad.
—¿Qué quieres decir, señor?
Odín extendió su mano, y en ella apareció un espejo.
—Mira —dijo—, ¿qué ves?
Erik contempló su reflejo. Su rostro estaba marcado por cicatrices, sus ojos cansados pero llenos de determinación.
—Veo a un guerrero —respondió.
Odín sonrió.
—Pero, ¿qué ves más allá de las cicatrices? ¿Qué ves en tu corazón?
Erik reflexionó.
—He luchado por el honor, por mi pueblo, por la gloria. Pero también he sentido miedo. Miedo a la muerte, a lo desconocido.
Odín asintió.
—La muerte es solo una transición, Erik. Los héroes que llegan al Valhalla no temen su llegada. Saben que su legado trasciende la carne y los huesos. Pero hay otros, aquellos que aún viven, cuyas almas están atrapadas en un invierno eterno.
Erik miró alrededor de la cabaña.
—¿A quiénes te refieres?
—A los vivos muertos -respondió Odín-. Aquellos que caminan sin pasión, sin propósito. Sus corazones están helados, y sus almas languidecen en la rutina y la mediocridad. Temen la muerte, pero ya están muertos en vida.
Erik sintió un escalofrío.
—¿Cómo puedo evitar ese destino?
Odín señaló al espejo.
—Reflexiona, Erik. Vive con honor, pero también con pasión. No temas la muerte, pero tampoco la ignores. Cada día es una oportunidad para escribir tu saga, para tejer tu destino.
Erik asintió.
—Entiendo.
Odín se levantó.
—Recuerda, guerrero, que el Valhalla no es solo un lugar al que llegar después de la muerte. Es un estado de ser. Vive como si cada día fuera tu última batalla. Y cuando llegue el momento, te recibiré con los brazos abiertos.