En las tierras del norte, donde el sol apenas roza el horizonte en los días más fríos, vivía una reina vikinga, Astrid la Valiente. Su nombre resonaba en cada rincón de Noruega, no solo por su linaje, sino por su destreza en combate y su sabiduría en el Consejo. Era la líder que todos los guerreros aspiraban a ser y que todos los enemigos temían enfrentar.
Pero llegó un día en que la marea de la guerra cambió. Durante una batalla crucial contra un clan rival, la suerte no estuvo de su lado. La reina Astrid se vio rodeada, no por sus leales escuderos, sino por un bosque oscuro y la amenaza inminente del enemigo. Con su hacha en mano y el peso de una corona que no podía protegerla, tomó la decisión más difícil: huir para vivir otro día o morir con honor.
El bosque se convirtió en su refugio y su prisión. Las ramas rasgaban su piel y su aliento se entrecortaba, pero su espíritu no se quebraba. Sabía que la captura significaría una muerte lenta y deshonrosa, algo que no podía permitir. Con el enemigo pisándole los talones, Astrid emergió del bosque y se encontró con la inmensidad del mar.
El océano, el cual siempre había sido testigo de sus victorias pasadas, la llamaba. La reina, con lágrimas que se confundían con la lluvia, se despidió de su tierra y de su gente en un silencio que solo el viento pudo escuchar. Con la determinación que la había caracterizado toda su vida, se adentró en las aguas heladas, eligiendo su propio destino antes que caer en manos enemigas.