Capítulo 4: El Abismo de la Locura

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El horror que se cernía sobre la tribu se volvió palpable, como una neblina oscura que envolvía cada rincón de la cueva. Las sombras, esas formas distorsionadas que habían surgido de los abismos de la mente humana, comenzaron a moverse con un ritmo siniestro, como si danzaran al son de un ritual que solo ellos conocían. Las paredes de la cueva parecían cerrarse sobre ellos, pulsando al compás de sus corazones, y el eco de sus temores reverberaba en cada rincón.

Khalek, empapado en sudor frío, sintió que la realidad comenzaba a desmoronarse a su alrededor. Las criaturas que una vez consideraron meras leyendas se habían manifestado, y cada una de ellas era una representación grotesca de los pensamientos más oscuros de la humanidad. ¿Acaso cada sacrificio realizado, cada plegaria pronunciada, había alimentado estas aberraciones? La realidad se desdibujaba, y la lógica, esa última barrera contra el caos, se evaporaba en el aire pesado y viciado.

Neruun, el chamán, comenzó a murmurar palabras antiguas, invocaciones de un poder que había sido olvidado incluso por él. Su voz temblaba como una hoja al viento, pero en su interior sabía que estaba llamando a algo que no podría controlar. Las sombras se retorcían, y cada palabra que salía de su boca parecía hacer que la cueva vibrara con una energía desconocida, una energía que prometía tanto la salvación como la condenación.

¡Cierra la puerta del abismo! —gritó Neruun, casi como si hablara consigo mismo. Pero era demasiado tarde. La puerta había sido abierta, y ahora se enfrentaban a los susurros del más allá, a las entidades que habitaban el vasto vacío entre las estrellas. Sus formas eran una mezcla de lo familiar y lo grotesco, un recordatorio de que la humanidad había perdido el control de lo que había creado.

Los ojos de Leria se abrieron en un horror indescriptible, y vio cómo las sombras tomaban forma. Un monstruo de tentáculos serpenteantes se alzó, sus garras desgarrando la esencia misma del aire, y sus ojos, vacíos y hambrientos, miraban directamente al alma de los presentes. En su mirada había un abismo, un espacio donde la razón no podía existir, un lugar donde el tiempo se detenía y el miedo se convertía en una sombra que consumía la luz.

Khalek sintió que la locura comenzaba a apoderarse de él. A medida que los dioses se acercaban, sus pensamientos se volvían un torbellino de recuerdos oscuros. Las risas de aquellos que habían caído en el abismo, los rostros distorsionados de los sacrificios pasados, todos ellos parecían danzar en su mente, empujándolo hacia el borde de la desesperación. El eco de sus propios gritos resonaba en su cabeza, y el tiempo pareció expandirse, atrapándolo en un ciclo de horror interminable.

La cueva comenzó a temblar, y el suelo se agrietó como si el mismo planeta estuviera intentando liberarse de la carga de sus pecados. Las sombras se abalanzaron sobre ellos, un torbellino de caos y desesperación, y cada uno de los miembros de la tribu sintió que su vida era una simple ilusión, una burbuja frágil a punto de estallar.

—¡Debemos luchar! —gritó Okar, aferrándose a su razón como un náufrago a una tabla en medio de una tormenta. Pero las palabras se perdieron en el clamor del abismo. Lo que habían tomado como su fuerza, ahora se convertía en su perdición. No había ninguna razón que pudiera salvarlos; solo había oscuridad y el eco del horror que habían liberado.

Las criaturas comenzaron a acercarse, sus formas cada vez más definidas, y el aire se llenó de un hedor nauseabundo. El estómago de Khalek se revolvió mientras el sonido de la risa de los dioses reverberaba en sus oídos, una risa que hablaba de su inminente caída, de su inevitable destrucción. Eran entidades que no conocían compasión ni perdón; eran el eco de cada lágrima derramada, cada grito ahogado en el silencio del universo.

Leria, atrapada entre el miedo y la fascinación, extendió la mano hacia las sombras, sintiendo la conexión que la ataba a ellas. En su mente, visiones fragmentadas de la humanidad se entrelazaban con las formas amorfas de los dioses. —¿Por qué? Las palabras escaparon de sus labios como un susurro, perdido en el caos. —¿Por qué nos castigan?

—Porque nos temen —respondió Neruun, su voz resonando con una verdad antigua. —Somos los creadores de nuestro propio infierno. Sus palabras eran como un hacha afilada, cortando el velo de la ilusión y revelando la terrible realidad: los dioses no eran más que reflejos de sus propios temores, alimentados por el dolor y la desesperación que la humanidad había experimentado a lo largo de los siglos.

Las sombras se acercaron más, y Khalek sintió cómo el pánico lo invadía. La comprensión de que su existencia era un juego cruel de la mente, un reflejo de sus peores pesadillas, lo llevó al borde de la locura. ¿Qué podría hacer un simple humano frente a tales fuerzas? Su mente, un laberinto de dudas y desesperación, se tambaleaba en la cuerda floja del sentido.

Entonces, un grito desgarrador resonó en la cueva, y todos se giraron para ver a Izma, que se había lanzado hacia adelante, desafiando a las criaturas con una valentía que desafiaba la razón. —¡No nos llevéis! —gritó, su voz resonando como un eco de antiguas promesas. Ella entendía que solo a través del sacrificio podría haber esperanza, pero también sabía que el precio sería alto.

Las sombras se detuvieron, y un silencio abrumador cayó sobre la cueva, como si el tiempo se hubiera detenido por un breve instante. Los dioses, con sus ojos vacíos, parecían contemplar la esencia de lo humano, lo frágil y lo eterno. Era un momento de reflexión, un instante en el que la locura y la razón se entrelazaban en un abrazo mortal.

Khalek, consumido por la desesperación, se dio cuenta de que no podían luchar. La lucha era fútil. —¡No! —gritó, pero su voz se ahogó en la profundidad de su miedo. Todo lo que habían conocido se desmoronaba, y la humanidad estaba condenada a convertirse en eco de sus propias creaciones.

Las sombras avanzaron, y Khalek comprendió que no había salvación. Lo que se acercaba era el reflejo de su propia existencia, la culminación de sus temores y anhelos, y cuando las garras finalmente lo alcanzaron, se sintió caer en el abismo, un grito ahogado en la oscuridad, un eco en el vacío.

La cueva estalló en un caos de gritos, susurros y risas que se mezclaban en una cacofonía de locura. A medida que la oscuridad los envolvía, una pregunta resonaba en la mente de cada uno de los presentes: ¿Eran realmente dioses, o simplemente sombras de lo que habían sido?

Y mientras la oscuridad se cerraba sobre ellos, la tribu comprendió que, a veces, los mayores monstruos son los que llevamos dentro, y que los dioses, en su esencia más pura, son un reflejo de nuestra propia humanidad.


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⏰ Última actualización: Sep 29 ⏰

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