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  El sonido de las olas chocando contra la orilla llegaba a mis oídos. Sabía que unos niños buscaban algo en la playa porque me llegaba la luz de las linternas contra la arena. Sólo los dos. Frente a un infinito  mar, pero lo único que podía mirar era el océano que formaban sus ojos. Sus pupilas me atraían y el color irregular de sus iris me hacía olvidarme de la marea, de las linternas, de la arena y de los niños. Lo único que existía era mi mente y sus ojos, mi mente y su presencia, él y yo. Y frente a esos pocos testigos, sellamos nuestro amor con un lento y sincero beso que duró veinte olas chocando contra la orilla.

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