MAX
Mientras conducía a toda prisa por las calles de Idaho Falls, camino a casa, el insistente sonido de la alarma resonaba de fondo en toda la ciudad. Recordándome el infierno que se había desatado de un momento a otro, y el peligro inminente que se avecinaba. Para ser honesto, solía creer que el virus nunca avanzaría más allá de los ciervos. Me consideraba a salvo en esta pequeña burbuja de normalidad, pero me equivoqué, al igual que muchos otros. Quizás debí actuar diferente; tal vez debí haber hecho algo al respecto cuando supe por accidente que investigaban el virus.
Pero ahora poco importaban mis arrepentimientos; solo esperaba que mi familia estuviera a salvo, y que esas personas infectadas no hallaran entrado en mi casa. Finalmente llegué, pero encontré la puerta abierta, lo que aceleró mi corazón de inmediato. Seguido de un escalofrío que recorrió mi espalda, entre y grite el nombre de mi esposa repetidas veces, sin respuesta alguna.
—¡Anya! ¡Anya!
Entre en cada una de las habitaciones de la casa, con el corazón golpeando fuerte y mi respiración agitada. Mis gritos se mezclaban con el insoportable sonido de la alarma de afuera, que aturdia todo el lugar. Fue entonces que escuché no muy lejos de mí la voz de mi esposa pidiendo auxilio.
—¡Aquí estoy, Max!
Así que sin pensarlo dos veces, corrí hacia ella, pero me detuve cuando vi la escopeta colgada en la pared de la sala —un regalo de mi abuelo, que sin duda ahora agradecía infinitamente—; la tomé y me dirigí hacia donde provenían los gritos de mi esposa. Hasta que pude verla, horrorizada, en una de las esquinas de la habitación. Junto al que se suponía era nuestro vecino, ahora se había convertido en un huésped que intentaba atacarla.
Apunté mi arma en su dirección y tomé aire. Tenía que ser muy preciso con el disparo o podría herir a Anya. A mi mente llegaron los recuerdos de las escasas veces que fui de cacería con mi abuelo —y, sinceramente, yo no era bueno en eso—, pero debía hacerlo. La vida de mi esposa e hijo estaba en peligro, así que disparé. Él cayó de inmediato en cuanto el disparo dio en su cabeza—entre lo poco que había escuchado sobre el virus sabía que este afectaba al sistema neuronal, así que no me fue difícil deducir cómo derribarlo—. Luego de esto me acerqué a Anya y la abracé; ella solo sollozaba sin parar.
Nos separamos y salimos con prisa de la casa en dirección al auto. Al entrar, mi mente seguía acelerada y el pánico apenas me dejaba pensar con claridad. Mientras conducía, no podía dejar de pensar en cómo las personas que alguna vez conocí, mis amigos, mi entorno, ya no serían los mismos. Solo un fallo científico había bastado para acabar con casi todo lo que consideré normal hasta el momento. Me preguntaba —¿por qué siempre damos todo por sentado? Solemos pensar estúpidamente que las cosas serán iguales, que las personas y los lugares estarán ahí para siempre, cuando en realidad, un solo día puede bastar para cambiarlo todo...
La carretera se extendía ante mí, pero el paisaje era devastador. Vehículos abandonados en mitad de la calzada, la neblina densa de humo que oscurecía el cielo, y las llamas devoraban lo que antes eran tiendas y hogares, lanzando chispas al aire y pintando el horizonte de un anaranjado infernal. La atmósfera estaba cargada de tensión y horror, como si el propio aire hubiera sido infectado por el miedo.
—¡Detente! —exclamó Anya de pronto—. Tenemos que ayudarlos.
—¿Qué?—desvié mi mirada hacia su lado y pude notar parados en el camino a un padre y su hija, esta última con rastros de sangre—. No podemos, Anya.
—¿A qué te refieres con que no podemos, Max?— su mirada era confusa y aterrada a la vez.
—Sabes a lo que me refiero, no podemos detenernos ahora, es demasiado arriesgado y...
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Hasta El Último Día (EN CURSO)
Science FictionAño 2034, diez años después de que el mundo fuera devastado por un extraño virus que se transmitió a través de los ciervos, logrando convertir a sus huéspedes humanos en infectados sedientos de sangre. Claire Johnson, una mujer valiente y decidida...