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Samantha

Estaba a punto de aterrizar en Guadalajara. Sebas se había encargado de encontrarme un departamento cerca del colegio, aprovechando que tenía unos días libres con Tigres. La mudanza llegó ayer, y hacía apenas tres días había anunciado mi traslado por redes sociales mientras organizaba mis cosas. Algunos seguidores se alegraron, pero otros empezaron a especular que había vuelto con Alan.

Al bajar del avión, esperé mis maletas. Cuando por fin salieron, las tomé y caminé hacia la salida. Apenas crucé la puerta, me encontré con más de cincuenta personas que me interceptaron con preguntas. Algunas me alegraron, otras, sinceramente, me irritaron.

—No tengo nada que ver con el señor Mozo —dije, intentando mantener la calma—. Nuestra relación terminó y no estoy aquí por él.

—Hace una semana te vimos muy cerca de Eduardo Aguirre, el jugador de Atlas que tiene pareja e hija. ¿Eres el cuerno? —preguntó una reportera ligeramente molesta

—¿Qué te pasa? —respondí, ahora sí bastante irritada—. Edu es amigo mío y de mi hermano. Su pareja y yo también somos amigas. Me estaban ayudando con cosas del departamento, y aunque no debería explicar mi vida privada, no soporto los malentendidos.

Molesta, agarré mis maletas y subí a un taxi directo a mi nuevo hogar.

Cuando llegué, agradecí que todos mis muebles ya estuvieran en su sitio. Solo quedaba acomodar, pero mi ropa ya estaba en ganchos, lista para colgar. Empecé por la sala y la cocina, que eran justo como las había imaginado: amplias, luminosas, de ensueño. En la terraza coloqué una mesa con dos sillas y unas flores preciosas. Pensé que más adelante añadiría unas macetas y una tira de luces para darle un toque más acogedor.

Acomodar los muebles era agotador, pero me encantaba la sensación de ir transformando cada rincón. Mi habitación, la principal, era enorme, con baño privado y un clóset en el que cabía todo sin problema. A las 7:00 p.m., terminé. Todo estaba en su sitio, y la casa lucía perfecta. Me tomé un momento para hacer una lista de lo que necesitaba del súper, ya que no tenía nada de alimentos, y salí del departamento.

Al llegar al elevador, las puertas se abrieron y me encontré con Fernando Beltrán, cargado de bolsas.

—Sam... —dijo incrédulo.

—Hola, Fer —respondí con una sonrisa.

Conocí a Fernando hace años, cuando era compañero de selecciones menores de mi hermano. Ahora jugaba con Alan Mozo.

—¿Vives aquí? —preguntó, sorprendido.

—Sí, en el 312 —respondí.

—Justo al lado del mío —dijo sonriendo.

No supe qué más decir, así que me despedí rápidamente y entré al elevador. Justo cuando las puertas se cerraban en el siguiente piso, el ascensor se detuvo. Y ahí estaba él. Alan Mozo, mi primer amor. Parado frente a mí, más guapo que hace dos años, con varios tatuajes nuevos y solo me pude preguntar si aún tendrá ese tatuaje que compartimos y ese ligero tatuaje de mi en su brazo.

Nos quedamos mirando en silencio, sin decir nada. Justo cuando las puertas estaban a punto de cerrarse, Alan colocó la mano para detenerlas y entró al elevador. El silencio entre nosotros era abrumador, pero ninguno se atrevía a romperlo.

Hilo Rojo- Alan Mozo Donde viven las historias. Descúbrelo ahora