El viejo fortín

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La columna romana se abría paso entre el barro y ascendía con dificultad el terraplén que le ofrecía la montaña; el peso de la impedimenta y la gelidez que les mordía la carne aumentaba el tormento de aquella fatigosa marcha.

Flavius Crasus contemplaba el terreno con desconfianza. Se trataba del sitio indicado para una celada. Ambos lados del estrecho sendero estaban rodeados por un boscaje espeso que desembocaba en una impenetrable barrera de pinos. Leguas y leguas de gigantescos árboles, cubiertos por la bruma, que se extendían hasta las faldas de la sierra y cubrían aquel melancólico paisaje con un manto de sombría irrealidad.

El centurión dejó escapar una ráfaga de vaho al tiempo que se arropaba en la capa, un acto fútil que no pudo evitar que las anillas frías de la cota le lamieran la piel sin compasión. Levantó la vista, contemplando la construcción de piedra que se elevaba sobre la cima. Agitó la cabeza con desdén, preguntándose quién diablos habría construido una fortaleza en medio de aquel paraje remoto. Sin embargo, agradecía su presencia, ya que al menos tendrían la oportunidad de disfrutar una buena comida caliente y pasar la noche resguardados del implacable frío boreal.

Después de dos clepsidras, alcanzaron el rellano construido enfrente de los muros; los legionarios no pasaron por alto las huellas del combate y la podredumbre del cieno ensangrentado. La desidia que les abrumaba durante el ascenso se transformaba en una inquieta cautela. Un silencio ominoso recorría a la tropa al contemplar los restos de las piras y las cruces emplazadas sobre un roquedal cercano; cuatro despojos desnudos se podrían con lentitud.

-Bárbaros, mi señor -comentó Flavius al notar el estupor del joven tribuno que dirigía la expedición.

El oficial asintió con el rostro ceniciento; el centurión comprendió que aquel rapaz nunca había visto un campo de batalla.

Miró a Flavius sin ocultar la impresión y reprimiendo una súbita arcada.

-Organizad a los hombres -espetó con dureza, tratando sin éxito de ocultar el impacto de aquella horrenda visión-. Yo me presentaré ante el comandante del bastión.

El legionario se llevó el puño al pecho, asintiendo con respeto. Luego examinó los muros reforzados con almenas y pudo comprobar que los defensores habían elevado el murallón al menos unos cinco codos más; la argamasa clara contrastaba con el verdín centenario que cubría el borde de la muralla y oscurecía la piedra. Giró la vista hacia las hojas de madera que señalaban la entrada, siguiendo el recorrido del tribuno hasta que desapareció en el interior.

Entonces alzó la mirada, experimentando un escalofrío al ver los rostros demacrados que le contemplaban desde los adarves; los rastros del combate se apreciaban en aquellos taciturnos vigías. Algo en su fuero interno se revolvía al contemplar el espeso cinturón de verdor que rodeaba el baluarte. De inmediato supo que la muerte campaba a sus anchas en aquel infierno gélido y silencioso.

Después de organizar a los hombres en el extremo del fortín, Flavius les instó a encender un gran fuego para calentarse y preparar los alimentos. Al menos con ello evitaría que se contagiasen de la tensión malsana que parecía infectar cada recoveco de aquel lugar. No tardaron los recelosos miembros de la guarnición en unirse al festín de los recién llegados, al menos los que no tenían el deber de guardar los muros. Pronto, el aplastante silencio que reinaba por doquier se vio interrumpido por las voces de los legionarios.

Flavius les estudiaba con interés, tratando de encontrar algún oficial que le informará acerca de la situación que imperaba en la zona. Al amanecer atravesarían aquel manto boscoso y no quería toparse con una desagradable sorpresa. Por fin, después de un buen rato, descubrió la inconfundible estampa de un veterano. Se acercó, admirando las *faleras que portaba sobre la cota desgarrada.

HASTA EL ÚLTIMO HOMBREDonde viven las historias. Descúbrelo ahora