Fieras acorraladas

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-¡Bloquead las puertas! -ordenó el centurión, apoyado en el muro y jadeando con dificultad; la intensidad del combate comenzaba a cobrarle el precio. Recorrió con tristeza los rostros de sus acompañantes. Aquel puñado de hombres heridos y abatidos era todo lo que quedaba de dos centurias romanas. Sin embargo, aún captaba el fuego que ardía en sus miradas y entendía que lucharían hasta el final.

Sonrió con pesar, repartiendo el poco de agua que aún conservaba en el odre que cargaba consigo. En el exterior reverberaban los vítores de los invasores.

-¿Dónde estamos? -inquirió Cneo Sempronio desde un rincón; un hilillo de sangre se deslizaba por su frente tiznada. Los rasgos infantiles habían dado paso a un rostro cargado de decisión. Al centurión le parecía que aquel rapaz había envejecido un lustro durante aquella refriega.

Flavius recorría con la vista los muros anquilosados y agitaba la testa.

-Nos encontramos en las mazmorras -explicó, indicando con la espada el oscuro pasillo que se adentraba en las entrañas de la tierra a pocos pasos de allí-. Y esas escaleras serán nuestra última línea defensiva. -Los soldados intercambiaron miradas apremiantes-. Tendremos la ventaja de nuestro lado -continuó, sin prestar atención al estupor de la tropa-. A pesar de su ventaja numérica no podrán enviar más de dos hombres a través del umbral; estaremos en igualdad de condiciones.

-¿ Y cómo se supone que les haremos frente? -preguntó un sujeto de aspecto rudo que pertenecía a la guarnición, tal vez el único que seguía con vida. Había un tinte de ironía en su voz.

-Lucharemos en parejas e intercambiaremos posiciones al menor signo de agotamiento -respondió el centurión con un duro gesto que no admitía reparos.

En ese instante la angustia se apoderaba de los supervivientes al captar los movimientos en el exterior; los invasores golpearon la puerta con fuerza y luego intercambiaron palabras en su lenguaje gutural.

-Podremos resistir aquí -murmuró el tribuno poniéndose de pie, sus orbes oscuros ardían con la locura del combate-. No retrocederemos un paso más.

Flavius agitó la cabeza, sosteniéndole la mirada por unos latidos.

-Nos barrerán sin misericordia -sentenció con gravedad-. Nuestra única oportunidad se encuentra en ese condenado sótano. -Respiró el aire cargado de humedad, contemplando los rostros expectantes que le rodeaban-. Además, allí abajo se encuentra el hombre que vinieron a buscar. Es la única carta que nos queda.

-El caudillo rebelde -exclamó Cneo Sempronio sorprendido.

El eco sordo de la madera al quebrarse alertó a los romanos. El filo de un hacha se filtraba a través de las astillas destrozadas, mientras las voces desafiantes de los atacantes se multiplicaban en el exterior.

Los legionarios intercambiaron miradas y siguieron la titilante antorcha que les guiaba hasta el corazón de la prisión, dejando atrás el espeluznante crujido de la puerta haciéndose pedazos y sellando su destino.

Los ligures irrumpieron en la estancia blandiendo sus armas; la sed de sangre palpitaba enloquecida en aquellos rostros crueles y decididos. No tardaron en enfilar por la estrecha escalinata en busca de nuevas víctimas.

La sorpresa fue total al ser recibidos por el acero romano en medio de un claustrofóbico recodo. Los gladios de los legionarios eran más certeros que las hojas largas de los celtas en aquel reducido espacio; los tozudos montañeses arremetieron con furia, conscientes de que aquel puñado de legionarios era lo único que les separaba de su rey.

El apretado pasaje no tardó en convertirse en una pesadilla de muerte y dolor. Los cuerpos de los guerreros se amontonaban unos sobre otros, entorpeciendo el paso de los camaradas que les seguían los pasos; los romanos hendían yelmos y sumergían las hojas en rostros y vientres con mecánica precisión. Por su parte, los ligures utilizaban largas picas para atravesar a sus enemigos a la menor oportunidad. La sangre se deslizaba como un torrente oscuro a través de los escalones, obligando a los defensores a pegarse al muro para no resbalar. En medio de aquella carnicería los romanos perdieron todo rasgo de humanidad y se entregaron a la lucha como bestias acorraladas. Se arrojaban con sus aceros mellados, haciendo caso omiso de los cortes y heridas infligidas por el enemigo. Al ser alcanzados se desvanecían con la espada en la mano y con la locura del combate latiendo aún en sus moribundos corazones.

HASTA EL ÚLTIMO HOMBREDonde viven las historias. Descúbrelo ahora