Cuernos en la oscuridad

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Un manto nebuloso cubría el disco lunar y sumía el bosque en un manto de lobreguez que consiguió inquietar a los hombres que custodiaban los adarves. Flavius se desplazaba entre aquellos rostros cargados de tensión sin apartar de la mente el recuerdo de Vartus. Sin pensarlo siquiera enfiló en dirección de las mazmorras, dispuesto a averiguar de una vez por todas lo que había sucedido.

Los legionarios que guardaban las puertas le recibieron con recelo, pero la mirada gélida del centurión consiguió disuadirlos de cualquier intento de cerrarle el paso.

-¿Dónde está el prisionero? -les interrogó con firmeza.

Ambos soldados intercambiaron miradas antes de contestar.

-Abajo, al fondo del pasillo -replicó uno de ellos; un sujeto espigado con rasgos etruscos. Se apartó, permitiendo que Flavius encendiera una tea en el brasero.

El centurión se adentró en las escaleras talladas y disolvió las tinieblas que amenazaban con devorarle. El goteo de las filtraciones de agua se multiplicaba en medio del espantoso silencio que llenaba el interior. Avanzaba con cuidado sobre las losas mohosas, permitiendo que la palpitante luz de la antorcha le diera sentido a las sombras que le rodeaban. Aspiró el aire cargado de hedores inimaginables y se detuvo enfrente de un nicho estrecho, rodeado de barrotes. Entrecerrando los ojos, estiraba el brazo para iluminar el interior.

Su corazón se paralizó al descubrir la forma humana que yacía sobre la piedra desnuda; el prisionero se removió y el sonido de las cadenas retumbaba entre aquellos muros húmedos.

-¿Habéis decidido terminar con mi miseria, perro romano? -El corazón de legionario latía con vigor al reconocer aquella gruesa voz.

-Vartus... ¿sois vos? -replicó intranquilo.

Un intenso silencio fue lo único que obtuvo como respuesta.

De repente, un rostro macilento se pegó a los barrotes; el odio ancestral que destellaba tras aquellos orbes azulados se transformaba en sorpresa y estupor.

-Flavius Crasus...-musitó el celta sin dar crédito a lo que veía.

El centurión se acercó, aferrando con fuerza la mano del ligur. Conmovido, estudiaba los ojos hundidos y el triste aspecto de su viejo camarada.

-Por todos los dioses... ¿Qué os ha sucedido? -inquirió estupefacto.

La súbita alegría del reencuentro se apagó en los rasgos del cautivo.

-Cometimos el error de confiar en los romanos -espetó con disgusto.

Flavius quedó mudo. No tenía palabras para describir las emociones que le embargaban en aquel momento.

-¿Pero no lo entiendo?... ¡luchamos como hermanos... me salvasteis la vida!. -señaló el atónito guerrero.

Vartus respiró hondo y la dureza de sus facciones se convirtió en una máscara sombría.

-Hace más de un año, el Senado decidió revertir nuestros privilegios y reclamar estas tierras en nombre de la República -comentó con acritud-. Mi padre decidió entonces encabezar una embajada para tratar de averiguar qué estaba sucediendo; tenía la sospecha de que tribus rivales habían sobornado a algunos senadores para obtener dichos beneficios y mermar nuestra influencia.

Flavius le escuchaba con inquietud y vergüenza; él mejor que nadie conocía la vileza de sus propios gobernantes.

-¿Y qué consiguió averiguar? -inquirió con recelo.

Vartus apretó los labios y el dolor asomaba en aquellos rasgos mugrientos.

-Nunca lo supimos -exclamó, taladrando a Flavius con ojos ardientes-. La comitiva fue emboscada a medio camino de Roma; todos fueron asesinados.

HASTA EL ÚLTIMO HOMBREDonde viven las historias. Descúbrelo ahora