Sangre y Acero

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-¡Un hombre cada diez pasos, dejad espacio para los arqueros! - rugió el centurión recorriendo el estrecho pasillo en lo alto de la muralla. Separó a los veteranos y los posicionó en medio de los nuevos reclutas para mantener la cohesión a la hora del combate. Volvió la vista, sintiendo una oscura emoción al ver el fulgor de las picas y los yelmos repartidos a lo largo de los adarves. Era en aquellos momentos en que sentía la vida recorriendo cada fibra de su cuerpo, una sensación intoxicante que alejaba de su ser toda vacilación. Aguzó los sentidos en busca de algún rastro del enemigo, centrando la atención en la lobreguez que inundaba el bosque como un mar de brea.

Los cuernos reverberaron con vigor, para luego sumir la floresta en un mutismo desolador que aceleraba el corazón de los romanos.

Flavius recorrió la línea sin apartar la atención de la oscuridad; la sangre se le congelaba en sus venas al detectar el espeluznante silbido de las saetas.

-¡Escudos! -aulló con premura, elevando el amparo por encima de su cabeza. El silencio se quebró con el sonido de los proyectiles mordiendo los broqueles y hendiendo la carne de los menos afortunados. Aquí y allá se elevaban los lamentos de los heridos. Otra andanada castigaba la línea romana causando aún más conmoción. El centurión maldijo por lo bajo, moviéndose entre la tropa con palabras de aliento. Se acercó al tribuno y le descubrió temblando bajo el escudo. Apretó los dientes con furia, enfrentando al rapaz. La hediondez del orín le inundaba las fosas nasales. Aferró el hombro de Cneo Sempronio, obligándole a encararle.

-¡Por Belona y Marte! -espetó con toda la calma que pudo amasar-. Reaccionad o estaréis muerto antes de que comience la verdadera refriega.

Con la mirada perdida, la faz del tribuno no era más que una máscara de pánico. El centurión encajó la mandíbula y le cruzó el rostro con una violenta cachetada.

El chico dio un respingo; el miedo se esfumaba de sus rasgos y dio paso a una furia cerval que arrebataba un fiera sonrisa del grave semblante de Flavius.

-Eso es, Cneo Sempronio -exclamó con entusiasmo-. Aferraos a la ira que late en vuestro pecho y mantenedla encendida para derramarla sobre los bastardos que pretenden asesinarnos. Solo así podréis salir airoso del infierno que se nos viene encima.

Los ojos del muchacho resplandecieron con locura y decisión; Apretó los dientes y asintió, aferrando el pomo del gladio.

-Mantened esta posición, cueste lo que cueste -le instó el veterano con apremio-. Yo vendré en vuestro auxilio si es necesario.

Se alejó de allí sin mirar atrás, rogándole a los dioses que el joven oficial cumpliera con su deber.

En ese preciso momento, el fragor de mil gargantas emergía de las entrañas del bosque anunciando la matanza; los romanos apretaron las lanzas y los arqueros tomaron posición.

Un murmullo ahogado surgía de los defensores al vislumbrar la marea humana que brotaba del boscaje como un gigantesco hormiguero.

Flavius aguantaba el aliento al contemplar aquella magnífica fuerza de gigantes rubios. Algunos portaban yelmos de bronce y cotas de malla que destellaban bajo el espejismo lunar. Otros se protegían con petos de cuero o coseletes ligeros. No obstante, la gran mayoría se cubría tan sólo con pieles de oso y venado; estaban armados con lanzas de moharra gruesa, espadas largas y hachas de batalla.

El centurión se estremeció al ver cómo la turba continuaba su salvaje acometida a pesar de la letal lluvia de metal que brotaba de las almenas; los cuerpos se amontonaban en la explanada, mientras nuevos guerreros ocupaban el puesto de los caídos y los moribundos eran aplastados por sus propios camaradas en medio de un brutal frenesí.

HASTA EL ÚLTIMO HOMBREDonde viven las historias. Descúbrelo ahora