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Agustín la besó, besos con una duración infinita. Algunos eran dulces, mientras que en otros sus dientes chocaban por la premura del deseo. El sabor de él se quedó en su lengua y su aroma la envolvía por completo. Se detenían solo para sonreírse mutuamente, y cuando el aire se volvía necesario, inhalaban profundo, separándose apenas unos centímetros. Después, se abrazaron, comunicando mucho con pocas palabras. Agustín volvió a hablarle de su madre, de lo que siempre supo en el fondo, sin pruebas, pero sin dudas: solo la muerte podía evitar que regresara. Aunque muchos recuerdos se habían desvanecido, él aún conservaba las muestras de afecto materno, esas que tatúan con bondad el alma de un niño. El hecho de que siguiera anclado a ese sentimiento le reveló a Marcela cuánto necesitaba compartirlo.

"Nunca se lo he dicho a nadie".

Ella sabía bien lo que podían pesar esas verdades que encarcelaban la mente y el corazón en prisiones inhóspitas de la psique.

Conmovida, se atrevió a besarlo de nuevo, y a deslizar sus dedos por los costados varoniles, adueñándose de su cintura hasta quedar sostenida contra su pecho, con el latir de su corazón en el oído. En algún momento, el silencio se volvió el único sonido, pero era tan pacífico y perfecto, que no quería moverse ni romper aquel encanto.

La anterior incertidumbre se desvaneció con la certeza de que él no le exigiría nada. Era la primera vez que sentía que estar con alguien iba más allá de lo físico.

—Güerita.

—Sí —articuló, en medio de un suspiro. De pronto, la inundó el deseo de seguir besándolo. Levantó el rostro y le atrapó con labios traviesos la barbilla, rasposa por la barba naciente.

El suave tacto los alentó a ambos. Él se estremeció de una manera que la provocó y la hizo frotar la piel de su mejilla contra las pequeñas espinas ásperas, que raspaban y seducían con cada roce.

—Debí rasurarme —observó, entrecerrando los ojos con deleite.

—Así está bien.

—¿Quieres ver una película? —preguntó, mientras ella volvía a caer sobre su boca con un beso tierno para separarse al instante y verlo de cerca.

—Me encanta ese plan.

—¿En el cine?

—Prefiero seguir aquí.

—Pues aquí sigamos.

Eligieron la primera película que apareció recomendada en Netflix, aunque ninguno prestó demasiada atención, y terminaron pausando la reproducción. Siguieron conversando y besándose, entre sonrisas y frases breves. Agustín también aprendió más sobre su vida: de sus padres, de lo inquisitivo que era él y lo cómplice que era ella. Le compartió cuánto amaba su profesión y su deseo de apoyar a la juventud, aunque no estuviera en el lugar más adecuado para hacerlo. En su pasado idealista, alguna vez soñó con dedicarse a la educación pública y dejar atrás el legado familiar. Sin embargo, los miedos la frenaron y terminó atrapada por la comodidad que le ofrecía el nombre de su padre.

Se arrepentía de eso, como lo hacía de tantas otras decisiones. Pero de estar ahí, con él, estaba segura de que nunca se arrepentiría, sin importar cómo resultara lo que empezaba a surgir entre ambos.

En esa atmósfera de confesiones, compartieron la comida y luego la cena. Cuando los últimos destellos del sol lánguido desaparecieron del cielo, Agustín la llevó de regreso a su apartamento y la acompañó hasta la puerta.

—¿Te veré mañana? —preguntó, sin importarle mostrar abiertamente sus deseos.

—Podemos vernos todos los días si quieres, güerita.

Amores heridosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora