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Carlos dijo media hora. Sin embargo, aquella estaba siendo la espera más larga de su vida, y no era únicamente su desesperación. El sol terminó de caer, haciéndola revisar por quinceava vez la pantalla de su celular. Poco más de sesenta minutos habían transcurrido desde que lo llamó.

No podía estar sentada, no había dónde y sus músculos no lo soportarían.

Para aliviar un poco los miles de hormigueos que le recorrían las extremidades, caminó de un lado a otro en la acera, aguardando cerca de la caseta de entrada a la zona residencial. Un fraccionamiento que, si bien no era exclusivo, sí lo suficientemente costoso para mantener un mayor grado de seguridad. Solo el paso de unos cuántos transeúntes y muchos automóviles acompañaba su soledad.

Aprovechó el tiempo de la forma que se le ocurrió: llamó al número de Eduardo, aun presintiendo que no obtendría resultados positivos, pues lo intentó antes, a lo largo de los meses, sin respuesta. A esa altura, estaba segura de que no conservaba el mismo número. Algo más que Lily nunca le informó a ella.

Nadie respondió, convirtiendo su impotencia en un mar en el que podía ahogarse.

Entonces hizo memoria, conocía la zona por la que vivía la familia de él, una vez acompañó a Lily a la casa a llevarle un obsequio, pero por más que se esforzaba, no recordaba la dirección exacta. Si tan solo tuviera una forma de localizar a la madre de Eduardo, un número de teléfono fijo. Por desgracia, el uso popularizado de los celulares hacía que ya nadie usara los teléfonos de casa y el directorio telefónico estuviera obsoleto.

Era desconcertante que, con tantos medios de comunicación al alcance, fuera tan incapaz de localizar a alguien. A una familia entera.

Otro destello de claridad la hizo recurrir a las redes sociales. Ella no las usaba para prácticamente nada, pero había abierto una cuenta hacía años por insistencia de su hija. Fue directo al perfil de Lily, y de ahí al de Eduardo, lo que le permitió terminar en el de una de las hermanas de él que reconoció. A continuación, le envió un mensaje a la joven mujer, esperando que respondiera pronto. Replicó lo mismo con todos aquellos perfiles que identifico como familiares de él.

Nada. No hubo respuesta inmediata.

Se sintió la peor madre del mundo por estar tan atada de manos. Y justo en ese pico de mayor oscuridad emocional, fue que un BMW negro de reciente modelo se orilló frente a ella. El conductor bajó el vidrio del copiloto, aunque ella sabía de antemano que se trataba de él. Siempre fue así, cada fibra de su cuerpo lo percibía sin necesidad de verlo.

—Sube —pidió Carlos, desde el asiento del conductor, negándose a mirarla directo.

—No hace falta, solo quiero preguntarte algo. De Lily...

Entonces sus ojos se encontraron, los de él visiblemente alterados.

—Que subas. No voy a hablar contigo aquí, no me importa el motivo.

Olga se tragó las ganas de gritarle que era un desgraciado. Al final, obedeció a regañadientes y, mientras esperaban a que la barrera automática de la entrada de residentes se levantara para permitirles el paso, volvió a hablar, no sin antes evaluar el perfil del hombre. Nunca sabía que esperar de él, esa terrible sensación de incertidumbre fue en parte lo que acabó con un amor profundo.

—¿La has visto?

—¿A tu hija?

—¡Pues claro! Es de ella que vine a hablar —gritó, descolocada.

—Quieres calmarte. Me revienta que grites. —Un ligero tufo, bastante conocido, emergió junto a la advertencia.

—¿Tomaste? ¡¿Por eso tardaste?! ¿Cómo puedes ser tan...? —Se mordió la lengua. Lily era su principal preocupación, no el comportamiento irresponsable de Carlos.

Amores heridosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora