Marcela avanzó hacia el taller mecánico. Cada paso, dado a tientas, le recordaba el sabor de la aventura. Andar perdida en un barrio lejano, sin forma de comunicarse y con la apariencia de la víctima ideal para un asalto, era un riesgo de muerte más que un paseo. Sin embargo, de alguna forma torcida, le dio la oportunidad de respirar fuera de la telaraña que llevaba las últimas horas enmarañando su corazón con sentimientos adversos. Estaba furiosa, con Humberto, con su padre, con la vida, pero, sobre todo, con ella. Y, por estúpido que pareciera, aquella incursión era lo más emocionante que le había sucedido en mucho tiempo, llevó a sus pulmones nuevo oxígeno. Así de patética era.
Al alcanzar el portón abierto, vislumbró a un hombre, más bien un muchacho que, inclinado, trabajaba en el capó abierto de un auto rojo. La luz de la lámpara con la que alumbraba su labor le permitió evaluar a Marcela aquella boca de lobo, tan diferente a los talleres de las agencias automotrices donde llevaba su Audi a revisión cada seis meses. Negocios como ese taller los había visto al conducir por las calles, pero nunca estuvo dentro; la diferencia era fascinante.
—Buenas noches —dijo, pero él siguió haciendo lo suyo. Entonces, se aclaró la garganta y elevó la voz, solo lo suficiente para no dejar de parecer educada—. Disculpe, buenas noches. ¿Podría ayudarme?
El muchacho enderezó la espalda de pronto, era muy alto, así que pareció crecer el doble, Marcela lo notó crisparse y analizarla con los ojos bien abiertos, seguramente a esa hora no llegaba nadie. A pesar de que le incomodaba ser inoportuna, no había mucho más qué hacer. Sonrió sin mostrar los dientes al pasmado muchacho.
—Buenas —saludó él, a un paso del tartamudeo—. ¿En qué puedo ayudarla?
—Es mi auto. El motor se apagó muy cerca y no pude volver a encenderlo. —Volvió a sonreír, tragándose la mentira. Supuso que, de exponer la realidad, el muchacho no podría acompañarla; así era más fácil que, al estar en el auto, la ayudara. O esa era su apuesta.
Él se rascó bajo la oreja izquierda y guardó silencio unos instantes. Debía ser muy joven, a Marcela le hizo recordar a los universitarios que veía cuando visitaba la universidad de su padre, o a los chicos que egresaban de la preparatoria que dirigía. Encontrarse frente esa otra realidad tan distinta volvió a apachurrarle el ánimo.
—Deje aviso al encargado y vamos.
—Gracias.
Pero no volvió pronto, y ella debió hablarle, provocando que otro hombre, mucho más maduro, emergiera de la pequeña oficina en el fondo del taller.
—¿En qué puedo ayudarla, señorita? —preguntó.
Esta vez fue Marcela la que se quedó con la boca cerrada. Si el muchacho demostraba a la perfección su oficio, el hombre que se presentó ante ella lo había padecido por años.
Una barba de varios días, salpicada de pequeñas canas entre el vello facial oscuro, le daba un aire de desidia; la ropa mugrienta, que enfundaba un cuerpo macizo, tallado por el trabajo duro y que bien podía soportar cualquier tormenta, lo confirmaba. Como pequeños ríos, las líneas de expresión cruzaban su rostro, especialmente en la frente y alrededor de los ojos, ajados por la exposición al sol. A pesar de su apariencia, le transmitió una sensación de pureza, tal vez por sus ojos castaños, libres de cualquier malicia; era lo opuesto a los hombres con los que convivía a diario, cargados de presunción, o al que había amado durante ocho años, creyendo que era un príncipe azul.
Tal contraste la hizo sonreír por dentro. Quizás, al lado de un hombre así, la vida sería menos complicada; no habría tantas expectativas.
—¿Se le quedó el carro? —añadió él, al no recibir respuesta.
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Amores heridos
عشوائيAgustín es un hombre sencillo, es feliz cuidando de la familia que la vida le concedió y cumpliendo con su trabajo. Pero la traición de quien ama lo lleva a tomar una dolorosa revancha en medio de la decepción; un solo acto que le cuesta perder todo...