Los siguientes días fueron una auténtica tortura, como Tántalo
deseaba.
En primer lugar, ver a Tyson instalándose en la cabaña de Poseidón
mientras le entraba la risa floja cada quince segundos, ya fue toda
una experiencia.
- ¿Percy, mi hermano? – decía como si le hubiese tocado la lotería.
Y no había modo de explicárselo. Estaba levitando. En cuanto a mí,
en fin, por más que me cayera bien aquel grandullón, no podía dejar
de sentirme algo incómodo… avergonzado, sería la palabra adecuada.
Ya la he dicho
Mi padre, el todopoderoso Poseidón, se había encaprichado de algún
espíritu de la naturaleza y Tyson había sido el resultado. Yo había
leído los mitos sobre los cíclopes, e incluso recordaba que con
frecuencia eran hijos de Poseidón, pero nunca había reparado en que
eso los convertía en parientes míos. Hasta que tuve a Tyson instalado
en la litera de al lado.
Y luego estaban los comentarios de los demás campistas. De repente,
yo ya no era Percy Jackson, el tipo guay que el verano pasado había
recuperado el rayo maestro de Zeus; ahora era el pobre idiota que
tenía a un monstruo horrible por hermano.
- ¡No es mi hermano de verdad! – protestaba yo cuando Tyson no
andaba por allí -. Es más bien un hermanastro del lado monstruoso
de la familia, como un hermanastro de segundo grado… o algo así.
Nadie se lo tragaba.
Lo admito: estaba furioso con mi padre. Ahora tenía la sensación de
que ser su hijo era un chiste.
Annabeth hizo lo posible para que me sintiera mejor. Me propuso que
nos presentáramos juntos a la carrera de carros y tratáramos de
olvidar así nuestros problemas. No me malinterpretéis: los dos
odiábamos a Tántalo y estábamos my preocupados por la situación
del campamento, pero no sabíamos qué hacer. Hasta que se nos
ocurriera un brillante plan para salvar el árbol de Thalia, nos pareció
que no estaría mal participar en las carreras. Al fin y al cabo, fue la
madre de Annabeth, Atenea, quien inventó el carro, y mi padre había
creado los caballos. Los dos juntos nos haríamos los amos de aquel
deporte.
Una mañana, mientras Annabeth y yo estudiábamos distintos diseños
de carro junto al lago de las canoas, unas graciosas de la cabaña de
Afrodita que pasaban por allí me preguntaron si no necesitaría un
lápiz de ojo…
- Ay, perdón. De ojos, quiero decir.
- No hagas caso, Percy – refunfuñó Annabeth, mientras las chicas se
alejaban riendo -. No es culpa tuya tener un hermano monstruo.
- ¡No es mi hermano! – repliqué -. ¡Y tampoco es un monstruo!
Annabeth alzó las cejas.
- Oye, ¡ahora no te enfades conmigo! Y técnicamente sí es un
monstruo.
- Bueno, fuiste tú quien le dio permiso para entrar en el
campamento.
- ¡Porque era la única manera de salvarte la vida! Bueno… lo siento,
Percy, no me imaginaba que Poseidón iba a reconocerlo. Los cíclopes
son muy mentirosos y traicioneros…
- ¡Él no! Pero, dime, ¿qué tienes tú contra los cíclopes?
Annabeth se sonrojó hasta las orejas. Tuve la sensación de que había
algo que no me había contado; algo bastante malo.
- Olvídalo –me dijo-. Veamos, el eje de este carro…
- Estás tratándolo como si fuese un ser horrible –dije -. Y me salvó la
vida.
Annabeth soltó el lápiz y se puso de pie.
- Entonces quizá deberías diseñar el carro con él.
- Tal vez sí.
- ¡Perfecto!
- ¡Perfecto!
Se alejó furiosa y yo me sentí aún peor que antes.
Durante los dos días siguientes intenté alejar de mi mente todos los
problemas.
Silena Beauregard, una de las chicas más guapas de la cabaña de
Afrodita, me dio mi primera lección para montar un pegaso. Me
explicó que sólo había un caballo alado inmortal llamado Pegaso, que
vagaba aún en libertad por los cielos, pero que en el curso de los
eones había ido engendrando un montón de hijos. Ninguno era tan
veloz ni tan heroico como él, mas todos llevaban su nombre glorioso.
Siendo el hijo del dios del mar, nunca me había gustado andar por los
aires. Mi padre tenía una vieja rivalidad con Zeus, de modo que yo
procuraba mantenerme alejado de los dominios del señor de los
cielos. Ahora, cabalgar en un caballo alado me parecía diferente, no
me ponía tan nervioso, ni mucho menos, como viajar en avión. Quizá
fuese porque mi padre había creado los caballos con espuma marina,
de manera que los pegasos venían a ser una especie de… territorio
neutral. Además, yo podía captar sus pensamientos y no me
alarmaba cuando mi pegaso echaba a galopar sobre las copas de los
árboles o cuando se lanzaba a perseguir por las nubes una bandada
de gaviotas.
El problema era que Tyson también quería montar un «poni gallina»,
y los pegasos se asustaban en cuanto se les acercaba. Yo les decía
telepáticamente que Tyson no les haría daño, pero ellos no parecían
creerme, y él se ponía a llorar.
La única persona del campamento que no tenía ningún problema con
Tyson era Beckendorf, de la cabaña de Hefesto. El dios herrero
siempre había trabajado con cíclopes en su forja, así que Beckendorf
se llevaba a Tyson a la armería para enseñarle a trabajar el metal.
Decía que en un periquete conseguiría que Tyson forjase
instrumentos mágicos como un maestro.
Después del almuerzo me entrenaba en el ruedo de arena con los de
la cabaña de Apolo. El manejo de la espada ha sido siempre mi
fuerte. La gente decía que yo era mejor en ese terreno que ningún
otro campista de los últimos cien años, salvo Luke quizá. Siempre me
comparaban con Luke.
A los chicos de Apolo les daba verdaderas palizas sin esforzarme
demasiado. Debería haberme entrenado con las cabañas de Ares y
Atenea, que tenían a los mejores combatientes, pero no me llevaba
bien con Clarisse y sus hermanos y, después de mi discusión con
Annabeth, tampoco quería verla a ella.
Iba también a clases de tiro con arco, aunque en esta especialidad
era muy malo y la clase sin Quirón ya no era lo mismo. En artes y
oficios, había empezado un busto de mármol de Poseidón, pero como
cada vez se parecía más a Sylvester Stallone, acabé dejándolo.
También trepé por la pared de escalada en el nivel máximo, que
incluía lava y terremoto a todo trapo. Por las tardes, participaba en la
patrulla fronteriza. Aunque Tántalo había insistido en que no nos
preocupáramos por la protección del campamento, algunos campistas
la habíamos mantenido sin decir nada y estableciendo turnos en
nuestro tiempo libre.
Estaba sentado en la cima de la colina Mestiza, contemplando a las
ninfas que iban y venían mientras le cantaban al pino agonizante. Los
sátiros traían sus flautas de caña y tocaban melodías mágicas y,
durante un rato, las agujas del pino parecían mejorar. Las flores de la
colina tenían también un olor más dulce y la hierba reverdecía, pero
cuando la música se detenía, la enfermedad se adueñaba otra vez de
la atmósfera. La colina entera parecía infectada, como si el veneno
que había llegado a las raíces del árbol estuviera matándolo todo.
Cuanto más tiempo pasaba allí, más me enfurecía.
Aquello era obra de Luke. Me acordaba de su astuta sonrisa y de la
cicatriz de garra de dragón que le cruzaba la cara. Había simulado ser
mi amigo, pero en realidad había sido todo el tiempo el sirviente
número uno de Cronos.
Abrí la palma de la mano; la cicatriz que Luke me había dejado el
verano pasado estaba desapareciendo, pero aún se veía un poco: una
herida con forma de asterisco en el punto donde el escorpión del
abismo me había picado.
Pensé en lo que me había dicho Luke justo antes de intentar
matarme: «Adiós, Percy. Se avecina una nueva Edad de Oro, pero tú
no formarás parte de ella.»
Por las noches tenía más sueños en los que aparecía Grover. A veces
sólo me llegaba su voz a ráfagas, y una vez le oí decir: «Es aquí» Y
otra: «Le gustan las ovejas»
Pensé en contárselo a Annabeth, pero me habría sentido estúpido. Es
decir… «¿Le gustan las ovejas?» Pensaría que me había vuelto loco.
La noche antes de la carrera, Tyson y yo terminamos nuestro carro.
Era una verdadera pasada. Tyson había hecho las partes de metal en
la forja de la armería, y yo lijé las maderas y lo monté todo. Era azul
y blanco, con un dibujo de olas a ambos lados y un tridente pintado
en la parte delantera. Después de todo aquel trabajo, era de justicia
que Tyson se situara a mi lado en la carrera, aunque sabía que a los
caballos no les gustaría y que su peso extra sería un lastre y nos
restaría velocidad.
Cuando íbamos a acostarnos, Tyson me vio ceñudo y preguntó:
- ¿Estás enfadado?
- No, no estoy enfadado.
Se echó en su litera y permaneció callado en la oscuridad. Su cuerpo
era mucho más grande que el colchón y cuando se cubría con la
colcha, los pies le asomaban por debajo.
- Soy un monstruo.
- No digas eso.
-No me importa. Seré un buen monstruo. Y no tendrás que enfadarte.
No supe qué responder. Miré el techo y sentí que me estaba
muriendo poco a poco, al mismo tiempo que el árbol de Thalia.
- Es solo… que nunca había tenido un hermanastro. – Procuré evitar
que se me quebrara la voz -. Es una experiencia muy diferente para
mí; además estoy preocupado por el campamento, y además tengo otro amigo, Grover, que quizá corra peligro. Siento que debería hacer
algo, pero no sé qué.
Tyson permaneció callado.
- Lo siento – añadí -. No es culpa tuya. Estoy enfadado con Poseidón;
tengo la sensación de que trata de ponerme en una situación
embarazosa, como si quisiera compararnos o algo así, y no entiendo
por qué.
Oí un ruido sordo y grave. Tyson estaba roncando.
Suspiré.
- Buenas noches, grandullón.
Y yo también cerré los ojos.
En mi sueño, Grover llevaba un vestido de novia.
No le quedaba muy bien; era demasiado largo y tenía el dobladillo
salpicado de barro seco, el escote se le escurría por los hombros y un
velo hecho jirones le cubría la cara.
Estaba de pie en una cueva húmeda, iluminada únicamente con
antorchas. Había un catre en un rincón y un telar anticuado en el
otro, con un trozo de tela blanca a medio tejer en el bastidor. Me
miraba fijamente, como si yo fuera el programa de televisión que
había estado esperando.
- ¡Gracias a los dioses! – gimió -. ¿Me oyes?
Mi yo dormido fue algo lerdo en responder. Seguía mirando alrededor
y registrándolo todo: el techo de estalactitas, aquel hedor a ovejas y
cabras, los gruñidos, gemidos y balidos que parecían resonar tras una
roca del tamaño de un frigorífico que bloqueaba la única salida, como
si mas allá hubiese una caverna mucho más grande.
- ¿Percy? – dijo Grover -. Por favor, no tengo fuerzas para
proyectarme mejor. ¡Tienes que oírme!
- Te oigo – dije -. Grover ¿qué ocurre?
Una voz monstruosa bramó detrás de la roca:
- ¡Ricura! ¿Ya has terminado?
Grover dio un paso atrás
- ¡Aún no, cariñito! – gritó con voz de falsete -. ¡Unos pocos días
más!
- ¡Pero..! ¿No han pasado ya las dos semanas?
- N-no, cariñito. Sólo cinco días. O sea que faltan doce más.
El monstruo permaneció en silencio, quizá tratando de hacer el
cálculo. Debía de ser pero que yo en aritmética, porque acabó
respondiendo:
- ¡Está bien, pero date prisa! Quiero VEEEER lo que hay tras ese velo
¡je, je, je!
Grover se volvió hacia mí.
- ¡Tienes que ayudarme! ¡No que da tiempo! Estoy atrapado en esta
cueva. En una isla en medio del mar.
- ¿Dónde?
- No lo sé exactamente. Fui a Florida y doblé a la izquierda.
- ¿Qué? ¿Cómo pudiste…?
- ¡Es una trampa! – dijo Grover -. Ésa es la razón de que ningún
sátiro haya regresado nunca de esta búsqueda. ¡Él es un pastor,
Percy! Y tiene eso en su poder. ¡Su magia natural es tan poderosa
que huele exactamente como el gran dios Pan! Los sátiros vienen
aquí creyendo que han encontrado a Pan y acaban atrapados y
devorados por Polifemo.
- ¿Poli… qué?
- ¡El cíclope! – aclaro Grover, exasperado -. Casi logré escapar.
Recorrí todo el camino hasta St. Augustine.
- Pero él te siguió – dije, recordando mi primer sueño -. Y te atrapó
en una boutique de vestidos de novia
- Exacto. Mi primera conexión por empatía debió de funcionar,
después de todo. Y mira, ese vestido de boda es lo único que me ha
mantenido con vida. Él cree que huelo bien, pero yo le dije que era
un perfume con fragancia de cabra. Por suerte, no ve demasiado; aún
tiene el ojo medio cegado desde la última vez que se lo sacaron, pero
pronto descubrirá lo que soy. Me ha dado sólo dos semanas para que
termine la cola del vestido. ¡Y cada vez está mas impaciente!
- ¡Espera un momento! El cíclope cree que eres…
- ¡Sí! – gimió Grover -. ¡Cree que soy una cíclope y quiere casarse
conmigo!
En otras circunstancias habría estallado en carcajadas, pero el tono
de Grover era serio y temblaba de miedo.
- ¡Iré a rescatarte! – le prometí - ¿Dónde estás?
- En el mar de los Monstruos, por supuesto.
- ¿El mar de que?
- ¡Ya telo he dicho! ¡No sé exactamente dónde! Y escucha, Percy, de
verdad que lo siento, pero esta conexión por empatía… Bueno, no
tenía alternativa. Nuestras emociones ahora están conectadas Y si yo
muero…
- No me lo digas: también moriré yo.
- Bueno, tal vez no, quizá sigas viviendo en un estado vegetativo
durante años. Pero eh… sería todo mucho mejor si me sacaras de
aquí.
- ¡Ricura! – bramó el monstruo -. ¡Es hora de cenar! ¡Y hay deliciosa
carne de cordero!
- Tengo que irme – lloriqueó Grover - ¡Date prisa!
- ¡Espera! Has dicho que él tiene «eso»… ¿El qué?
La voz de Grover ya se estaba apagando.
- ¡Dulces sueños! ¡No me dejes morir!
El sueño se desvaneció y me desperté con un sobresalto. Era plena
madrugada. Tyson me miraba preocupado con su único ojo.
- ¿Te encuentras bien? – me preguntó.
Un escalofrío me recorrió la columna al oír su voz. Sonaba casi
exactamente igual que la del monstruo que acababa de oír en mi
sueño.
* * *
La mañana de la carrera hacía calor y mucha humedad. Una niebla
baja se deslizaba pegada al suelo como vapor de sauna. En los
árboles se habían posado miles de pájaros: gruesas palomas blancas
y grises, aunque no emitían el arrullo típico de su especie, sino una
especie de chirrido metálico que recordaba al sonar de un submarino.
La pista de la carrera había sido trazada en un prado de hierba
situado entre el campo de tiro y los bosques. La cabaña de Hefesto
había utilizado los toros de bronce, domesticados por completo desde
que les habían machacado la cabeza, para aplanar una pista oval en
cuestión de minutos.
Había gradas de piedra par los espectadores. Tántalo, los sátiros,
algunas ninfas y todos los campistas que no participaban. El señor D
no apareció. Nunca se levantaba antes de las diez de la mañana.
- ¡Muy bien! – anunció Tántalo cuando los equipos empezaron a
congregarse en la pista. Una náyade le había traído un gran plato de
pasteles de hojaldre y, mientras hablaba, su mano derecha perseguía
un palo de nata y chocolate por la mesa de los jueces-. Ya conocéis
las reglas: una pista de cuatrocientos metros, dos vueltas para ganar
y dos caballos por carro. Cada equipo cosnta de un conductor y un
guerrero. Las armas están permitidas y es de esperar que haya juego
sucio. ¡Pero tratad de no matar a nadie! – Tántalo nos sonrió como si
fuéramos unos chicos traviesos -. Cualquier muerte tendrá un severo
castigo. ¡Una semana sin malvaviscos con chocolate en la hoguera
del campamento! ¡Y ahora, a los carros!
Beckendorf, el líder del equipo de Hefesto, se dirigió a la pista. El
suyo era un prototipo hecho de hierro y bronce, incluidos los caballos,
que eran autómatas mágicos como los toros de Cólquide. No tenía la
menor duda de que aquel carro albergaba toda clase de trampas
mecánicas y más prestaciones que un Maserati con todos sus
complementos.
Del carro de Ares, color rojo sangre, tiraban dos horripilantes
esqueletos de caballo. Clarisse subió con jabalinas, bolas con púas, abrojos metálicos, de esos que siempre caen con la punta hacia
arriba, y un montón más de cacharros muy changos.
El carro de Apolo, elegante y en perfecto estado, era todo de oro y lo
tiraban dos hermosos palominos de pelaje dorado, cola y crin blanca.
Su guerrero estaba armado con un arco, aunque había prometido que
no dispararía flechas normales a los conductores rivales.
El carro de Hermes era verde y tenía un aire anticuado, como si no
hubiese salido del garage en años. No parecía tener nada de especial,
pero lo manejaban los hermanos Stoll y yo temblaba sólo de pensar
en las jugarretas que debían de haber planeado.
Quedaban dos carros: uno conducido por Annabeth y otro por mí.
Antes de empezar la carrera, me acerqué a ella y empecé a contarle
mi sueño. Pareció animarse cuando mencioné a Grover, pero en
cuanto le expliqué lo que me había dicho, volvió a mostrarse distante
y suspicaz.
- Lo que quieres es distraerme – decidió al fin.
- ¡De ninguna manera!
- ¡Ya, claro! Como si Grover tuviese que ir a tropezar precisamente
con lo único que podría salvar el campamento.
- ¿Qué quieres decir?
Ella puso los ojos en blanco.
- Vuelve a tu carro, Percy.
- No me lo he inventado. Grover corre peligro, Annabeth.
Ella vaciló, intentando decidir si confiaba en mí o no. Pese a nuestras
peleas ocasionales, juntos habíamos superado muchas cosas. Y yo
sabía que ella no quería que le pasara nada malo a Grover.
- Percy, una conexión por empatía es muy difícil de establecer. Quiero
decir que lo más probable es que estuvieras soñando.
- El Oráculo – dije -. Podemos consultar al Oráculo.
Annabeth frunció el ceño.
El verano anterior, antes de emprender la búsqueda del rayo
maestro, visité al extraño espíritu que vivía en la Casa Grande y me
hizo una profecía que se cumplió de manera imprevisible. Aquella
experiencia me había dejado flipado durante meses. Annabeth sabía
que no me habría pasado por la cabeza volver a consultar al Oráculo
si no estuviese hablando en serio.
Ante de que pudiera responder, sonó la caracola.
- ¡Competidores! – gritó Tántalo -. ¡A sus puestos!
- Hablaremos después - me dijo Annabeth -. Cuando haya ganado la
carrera.
Mientras iba hacia mi carro, advertí que había muchas más palomas
en los árboles soltando aquel chirrido enloquecedor y haciendo que
crujiera el bosque entero. Nadie parecía prestarles atención, pero a
mí me ponían nervioso; sus picos brillaban de un modo extraño y sus
ojos relucían más de lo normal.
Tyson tenía problemas para controlar los caballos. Tuve que hablar
con ellos un buen rato para calmarlos.
«¡Es un monstruo, señor!» se quejaban
«Es hijo de Poseidón – les dije -. Igual que… bueno, igual que yo»
«¡No! - insistían -. ¡Monstruo! ¡Devorador de caballos! ¡No es de
fiar!»
«Os daré terrones de azúcar al final de la carrera», les dije.
«¿Terrones de azúcar?»
«Terrones enormes. Y manzanas. ¿Ya os había dicho lo de las
manzanas»
Así que se dejaron poner las riendas y los arreos.
Por si nunca habéis visto un carro griego, debéis saber que es un
vehículo diseñado exclusivamente para la velocidad, no para la
seguridad ni el confort. Básicamente, viene a ser una canastilla de
madera abierta por detrás y montada sobre un eje de dos ruedas. El70
auriga permanece de pie todo el tiempo, y os aseguro que se nota
cada bache. La canastilla es de una madera tan ligera, que si uno
pierde el control en la curva que hay en cada extremo de la pista, lo
más probable es que vuelque y acabe aplastado bajo el carro. Es una
carrera mucho más rápida que las de monopatín.
Tomé las riendas y llevé el carro hasta la línea de salida. A Tyson le di
una estaca de tres metros y le encomendé mantener lejos a los
rivales que se acercaran demasiado, así como desviar cualquier cos
que pudiera arrojarnos.
- No golpear a los ponis con el palo – insistía él.
- No – confirmaba yo -. Y tampoco a la gente, si puedes evitarlo.
Vamos a correr jugando limpio. Tú limítate a evitarme distracciones
para que pueda concentrarme en conducir.
- ¡Venceremos! – dijo sonriendo abiertamente.
«Vamos a perder seguro», pensé yo. Pero tenía que intentarlo.
Quería demostrar a los demás… bueno, no sabía muy bien qué
exactamente. ¿Qué Tyson no era tan mal tipo? ¿Que a mí no me
avergonzaba que me viesen en público con él? ¿O tal vez que no me
habían afectado todos sus chistes y apodos?
Mientras los carros se alineaban, en el bosque se iban reuniendo más
palomas de ojos relucientes. Chillaban tanto que los campistas de la
tribuna empezaron a mirar nerviosamente los árboles, que temblaban
bajo el peso de tantos pájaros. Tántalo no parecía preocupado, pero
tuvo que levantar la voz para hacerse oír entre aquel bullicio.
- ¡Aurigas! – gritó - ¡A sus marcas!
Hizo un movimiento con la mano y dio la señal de partida. Los carros
cobraron vida con estruendo. Los cascos retumbaron sobre la tierra y
la multitud estalló en gritos y vítores.
Casi de inmediato se oyó un estrépito muy chungo. Miré atrás justo a
tiempo de ver cómo volcaba el caro de Apolo; el de Hermes lo había
embestido; tal vez sin querer, o tal vez no. Sus ocupantes habían
saltado, pero los caballos aterrorizados, siguieron arrastrando el carro
de oro y cruzando la pista diagonal. Travis y Connor Stoll, los del
Hermes, se regocijaron de su buena suerte. Pero no por mucho
tiempo, porque los caballos de Apolo chocaron con los suyos y su carro voló también, dejando en medio del polvo un montón de
madera astillada y cuatro caballos encabritados.
Dos carros fuera de combate en los primeros metros. Aquel deporte
me encantaba.
Volví a centrarme en la cabeza de la carrera. Íbamos a buen ritmo,
por delante de Ares, pero el carro de Annabeth nos llevaba mucha
ventaja, ya estaba dando la vuelta al primer poste, mientras su
copiloto sonreía sarcástico y nos decía adiós con la mano:
- ¡Nos vemos, Chavales!
El carro de Hefesto también empezaba a adelantarnos.
Beckendorf apretó un botón y se abrió un panel en el lateral de su
carro.
- ¡Lo siento, Percy! – chilló.
Tres bolas con cadenas salieron disparadas hacia nuestras ruedas.
Nos habrían destrozado si Tyson no las hubiese desviado con un
golpe rápido de su estaca. Además, le dio un buen empujón al carro
de Hefesto y lo mandó dando tumbos de lado mientras nosotros nos
alejábamos.
- ¡Buen trabajo, Tyson! – grité.
- ¡Pájaros! – exclamó él.
- ¿Qué?
Avanzábamos tan deprisa que apenas oíamos ni veíamos nada, pero
Tyson señaló hacia el bosque y entonces vi lo que lo inquietaba. Las
palomas habían alzado el vuelo y descendían a toda velocidad, como
un enorme tornado, directamente hacia la pista.
«Nada serio – me dije -. No son más que palomas»
Intenté concentrarme en la carrera.
Hicimos el primero giro con las ruedas chirriando y el carro a punto
de volcar, pero ahora estábamos sólo a tres metros de Annabeth. Si
conseguía acercarme un poco más, Tyson podría usar su estaca…
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Touch them and I will kill you --- Percy jackson x clarisse la rue
FanfictionUna noche estrellada, mientras el viento susurraba secretos antiguos, Afrodita, la diosa del amor y la belleza, decidió jugar con los hilos del destino. Con un guiño travieso, lanzó un hechizo que transformó un momento de pasión en un giro inesperad...