𝕏𝕀𝕍

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𝓢𝓽𝓮𝓹𝓱𝓮𝓷

「༻ ☪ ༺」

Es como aquella vez: la primera.

Hay luz en sus movimientos; una brillantez que ensimisma en un acto admirador. Y también hay oscuridad en unos ojos de dolor que se esconden entre las sombras, bajo una máscara académica que enmanta todo un sentimiento reprimido... Un talento que guarda emociones en la opacidad de un baile.

Y el sentimiento sigue siendo el mismo siendo su espectador; el cosquilleo permanece en mi interior, andando sin control. Esta es la última vez que mis notas se fundirán en su presentación. Que le darán vida a la historia, bajo sus movimientos.

Si soy honesto: me gustaría convertirme en su pianista. Compartir esta profesión a su lado, simplemente sería...

La veo desvanecerse entre todos.

—¡Carajo!

Yo sabía que algo andaba mal con ella, era tan evidente que ahora me recrimino por no haber insistido más a pesar de que su testarudez es más grande que el amor de Boston por la pintura.

Comenzó flaqueando en sus pasos, distorsionando su propia coreografía. Después cae al suelo con tanta rudeza que me preocupa que haya tomado algún mal golpe. Dejo mi melodía a medias, sin importarme la desafinación que ocurrió al levantarme apresurado. Todos los bailarines miran aterrados y con la respiración entrecortada. Gianna se ha desmayado frente a sus jodidas narices y nadie fue digno de amortiguar un poco su desbalance.

Un suspiro de terror hace eco en todo el auditorio y los murmullos no tardan en inundar el espacio.

Me hinco a su lado con la preocupación tomando el partido protagónico en mis pensamientos, tomo su rostro con la delicadeza que me exige su aspecto: tan pálido y poco vivo. De cerca el maquillaje no cubre las consecuencias de una autoexigencia corrompida por reclamos hostiles.

—Anima... —deslizo mis nudillos por su mejilla. Giro mi rostro hacia los demás—: ¡Muévanse, carajo!

Alterno mi vista entre el alumnado, esperando que alguien se digne a ayudar. Y a los pocos minutos el profesor con doctorado en medicina hace acto de presencia. El telón se baja en automático después de exponer este trágico final de un recital que inspira renovación y eclosión de una estación.

—Debemos subirla aquí —sugiere el especialista.

—Yo lo hago. —Paso una mano detrás de su nuca y la otra en la fosa poplítea​.

Es tan ligera...

La recuesto sin apartarme de su lado, esperando que en cualquier momento abra sus ojos y diga algo como: «deberían encerar el piso». Mi pulgar acaricia sus labios resecos. Y no puedo pensar en otra cosa más que en lo bonita que sigue viéndose ante mis ojos. Estoy frente a un rostro creado por un ser obstinado y terco que busca aprobación para darse valor a sí misma sin darse cuenta de que ella vale más que cualquier obra artística.

Me atrevo a mirar fulminante a su profesora de ballet sin levantar la cabeza. Quiero culparla; gritarle que su maldito método es una completa tortura, quiero encararle las consecuencias de una disciplina anticuada y poco empática, pero no lo hago porque una voz se me adelanta:

—Quita tus manos de mi hija, muchacho. —Su tono frío y plano a mi costado.

Lo ignoro por completo, sí, al mismísimo Darío Lombardi que se acerca con más personas, probablemente su familia. Me aferro a su presencia.

Vuelve a llamarme:

—Considero que no eres una persona sorda y entiendes mi dialecto ¿no? —espeta con un tono mordaz—. Hazte a un lado.

Ecos de Amor y ArteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora