Parte 8

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El verano había llegado a Pamplona, pero su luz se sentía opaca y fría tras la tragedia que había marcado a Olatz y Amaia. El accidente en la cabaña del camping del Baztán había dejado una herida profunda en su grupo de amigos, un vacío que ni el tiempo ni las palabras podían llenar. La policía foral había calificado la muerte de Amaia como un accidente, un momento de locura en una noche de excesos que había terminado en desastre. Dos chicas borrachas, una botella de licor y una llama. La mezcla perfecta para una tragedia.

Olatz había despertado justo a tiempo, el humo en sus pulmones y el terror en su corazón, mientras las llamas devoraban a su amiga. Se sentía atrapada en un ciclo de culpa y miedo, incluso aunque el sentido común le dijera que no era responsable. Irati, Mikel y Xabier regresaron a Pamplona con un peso en sus corazones que los unía, pero que también los separaba. La mirada perdida de Olatz, el llanto silencioso de Irati, y el desamparo que irradiaba cada uno de ellos se convirtió en una sombra que cubría todo.

El funeral de Amaia fue un momento surrealista, un encuentro trágico donde las risas y las anécdotas compartidas se convirtieron en ecos lejanos. Olatz, con los ojos enrojecidos y el alma quebrada, se encontró con sus amigos. Se abrazaron, pero el abrazo no fue el mismo. La cercanía se sentía extraña, como si cada uno de ellos estuviera envuelto en una burbuja de dolor que los aislaba.

El verano continuó, y con él, un silencio que se volvió abrumador. No hubo más guitarras ni risas compartidas; las salidas se volvieron escasas y, cuando se daban, eran con una compañía distinta. La amistad que había florecido durante años se desvaneció lentamente, como los recuerdos de una tarde dorada. Olatz comenzó a frecuentar nuevos círculos, nuevos amigos que no llevaban el peso de la tragedia en sus espaldas.

Mientras tanto, en los pasillos de la facultad, se cruzaban de vez en cuando. Un saludo tímido, una sonrisa forzada, pero el calor de la amistad que habían compartido se había enfriado, transformándose en una cordialidad distante. Las miradas evitaban el dolor que acechaba detrás de sus ojos, y poco a poco, las conversaciones se convirtieron en ecos lejanos.

Olatz se pasaba las noches preguntándose cómo había llegado a este punto. La culpa la atormentaba, pero también la incomprensión de que todo había cambiado en un instante. Irati, Xabier y Mikel también sentían el peso de esa pérdida, pero cada uno de ellos lidiaba con el dolor a su manera, distanciándose más, buscando refugio en otras amistades.

El verano avanzó hacia el otoño, y con cada hoja que caía, Olatz se dio cuenta de que lo que habían compartido se desvanecía en el aire. La risa de Amaia resonaba en su memoria, un eco que ya no podían compartir, un recuerdo que los unía pero que, al mismo tiempo, los mantenía separados.

Así fue como la amistad que había sido tan intensa se transformó en un susurro apagado, una sombra en los pasillos de la facultad. Las vidas de Olatz, Irati, Xabier y Mikel se bifurcaban, cada uno en busca de su propio camino, dejando atrás la historia que habían construido juntos. Y aunque el dolor de la pérdida siempre estaría ahí, con el tiempo, aprendieron a vivir con las cenizas de lo que alguna vez fue.


El campus universitario brillaba bajo la luz tenue del otoño, pero Olatz se sentía iluminada por dentro. Había pasado por un largo proceso de sanación, llenando los días de sesiones interminables con su psicólogo. Era una batalla constante, pero su determinación había prevalecido. Aquel viaje a través del dolor la había forjado. Se sentía fuerte y valiente, como siempre había sido, y su esfuerzo se reflejaba en su posición como la mejor alumna de su promoción.

El tiempo avanzó, y llegó el día que tanto había esperado: sus primeras prácticas en el hospital. Nerviosa y emocionada, se reunió con sus compañeros en el salón de actos. El ambiente estaba cargado de incertidumbre, pero también de esperanza. Las palabras del director resonaron en sus oídos mientras hablaba sobre comportamiento, empatía y respeto, principios fundamentales que debían guiar su trabajo. Después de la charla, los nuevos pasantes fueron repartidos entre los distintos departamentos, cada uno con su propio destino.

A Olatz le asignaron urgencias, un lugar donde la vida y la muerte coqueteaban en cada momento. La adrenalina y la tensión se palpaban en el aire, y cuando entró en el área de emergencias, una mezcla de ansiedad y emoción la envolvió. Allí, conoció al doctor Gorka Landaburu. Su presencia era magnética, una combinación de autoridad y calidez que inmediatamente captó la atención de todos los nuevos.

El primer contacto con él fue electrizante. Gorka, con su voz firme pero amable, les dio la bienvenida y les presentó el frenético mundo de urgencias. A medida que hablaba, Olatz sintió que un rayo de esperanza atravesaba su vida. La manera en que se relacionaba con los pacientes, su dedicación y la pasión que irradiaba despertaron algo en ella, un anhelo de pertenecer a ese mundo donde podía hacer una diferencia.

A lo largo de los días, Olatz se sumergió en la rutina. Aprendía rápido, absorbiendo cada detalle, cada lección. Gorka se convirtió en su guía, mostrándole no solo el aspecto técnico de la medicina, sino también la importancia de la conexión humana. Ella observaba cómo trataba a los pacientes con empatía, cómo cada palabra y cada gesto contaban.

Con el paso del tiempo, Olatz comenzó a sentir que su vida se reconfiguraba. La tragedia del pasado había dejado cicatrices, pero allí, en urgencias, sentía que estaba forjando un nuevo futuro. Las risas compartidas con sus compañeros, el trabajo en equipo en situaciones críticas, y las charlas con Gorka la llenaban de una energía renovada.

Aquella experiencia no solo la estaba formando como profesional, sino que también la estaba sanando. Con cada paciente que atendía, con cada historia que escuchaba, Olatz comprendía que su verdadero propósito estaba allí, en el fragor de las emergencias. Y, aunque el eco de su pasado siempre la acompañaría, sentía que había encontrado un nuevo camino, uno en el que podría brillar, quizás incluso más que antes.

A medida que la luz del día se desvanecía tras las ventanas del hospital, Olatz se dio cuenta de que, aunque había perdido algo irremediablemente, también había ganado algo invaluable: la oportunidad de renacer.

ECOS DEL PASADODonde viven las historias. Descúbrelo ahora