María

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Por G. Popesku

Desde que salí de casa temprano esa mañana, tuve el presentimiento de que algo saldría mal. Tal vez mi ansiedad jugaba conmigo y en realidad nada pasaría, casi siempre era lo mismo. Vivía en constante estado de alerta, sin embargo, eran los días en los que me sentía más tranquila cuando las tragedias ocurrían.

En el banco ―donde trabajo―, todo se veía normal, un día más. Clientes iban y venían, unos más molestos que otros, nada extraordinario. Mis temores se mitigaron. Poco a poco bajé la guardia y me concentré en salir rápido de la larga fila que se formaba frente a nuestras taquillas.

El aire acondicionado de la oficina estaba a todo lo que daba. Un tono purpúreo se extendía por la piel de mis manos gracias al frío, pero por ninguna circunstancia podía detenerme; clientes de la tercera edad dependían de mí.

Llevaba más de cuatro meses en una de las taquillas de atención prioritaria ya que la mayoría de mis compañeros odiaba tratar con las personas mayores, o discapacitados. No me molestaba, tenía un don para escuchar sus cuentos y tolerar sus berrinches. Me recordaban a mi abuela.

No obstante, desde hace un tiempo «los viejitos» ―como solíamos llamarlos―, llegaban cada vez más iracundos. ¿Quién no lo estaría? El gobierno acababa de implementar una nueva medida debido a la escases del papel moneda: limitar el retiro de dinero en efectivo.

―Una disculpa, señora María ―dije al devolverle sus documentos, tratando de ser lo más cálida posible―. No puede retirar más de treinta mil bolívares por día y ya retiró esta mañana.

La anciana arrugó el ceño, sin recoger sus documentos. Sus manos temblaban levemente y sus ojos, danzaban entre mi rostro y el monitor de mi computadora.

―Imposible, mija ―replicó, a la vez que empujaba de regreso los documentos en la trampilla de la taquilla―. Es un error, revisa de nuevo.

Lo hice y al salir el mensaje de advertencia en la pantalla se lo mostré, encogiéndome en mi asiento.

―El sistema no miente.

María tomó los documentos con un manotazo y se marchó sin mediar palabra. No me molestó, era normal la reacción, ya estaba acostumbrada. Lo que no esperaba era que, en vez de irse, la señora volviera a formarse en la larga fila.

―Oye ―susurré a mi compañero de al lado, mientras atendía a otro cliente―. Pendiente, la señora que vez allí, al final, ya retiró el máximo de hoy.

Sabía que el sistema le avisaría, pero igual tenía que avisarle. Si por error no veía la alerta, mi compañero se ganaría una amonestación al final del día.

―¿Y porque hace la cola otra vez? ―murmuró Andrés, al igual que yo, sin desviar la atención de su trabajo―. ¿No le dijiste que no podía?

―Si le dije, pero sabes como es la gente.

Agradecí que un vidrio templado a prueba de balas cubría el área de las taquillas, y que el cuchicheo se quedara mitigado por este. Nuestros labios apenas se movían, frecuentemente nos comunicábamos de aquella manera.

La fila avanzó rápido y como supuse, María no quiso pasar de nuevo por mi taquilla y esperó a que Andrés se desocupara con su cliente. Por supuesto, mi compañero le negó el retiro repitiéndole las mismas palabras que yo le había dicho.

―¡Pero, mijo! ―suplicó con fervor―. ¡Necesito el dinero para completar para una medicina! ¡Solo aceptan dinero en efectivo!

Andrés repitió la instrucción que nos habían dado con firmeza y le negó el retiro, pero el leve temblor en sus cejas, delató sus verdaderos sentimientos. La gente que iba al banco quizás nos viera como monstruos inhumanos, pero al fin y al cabo nuestras necesidades eran las mismas que las de ellos; aunque no lo entendieran, formábamos parte del mismo barco.

La hora del terrorWhere stories live. Discover now