La maceta

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Por Yessica Soto

Después del tercer aborto de mi mujer, no volví a tocarla.

Se que suena mal decirlo en este punto, pero algo se perdió junto con aquellos hijos a los que nunca conocí.

Claro, intenté acercarme a ella en diversas ocasiones. Pero, aunque ella accedía, ya no había placer alguno en el acto.

Tal vez cada bebé que una parte de su cuerpo formó y la otra asesinó, fue como una bala para ella.

La primera mató sus ganas, ya nada quedaba de la pasión desenfrenada de esa rubia con piernas kilométricas que alguna vez adoré.

Hacer el amor se volvió mecánico, como si lo hiciéramos por obligación. Supongo que para ella era así. Lo hacía porque a su vientre vacío le hacía falta con que llenarse y más le daba sí era con mi semilla o la del vecino.

No es que la este acusando de nada, no tengo ninguna prueba de que alguna vez me haya sido infiel. Es solo que, las veces que compartimos la cama después de eso la sentí fría, distante y ajena a mí, me busqué en su mirada esmeralda y nunca encontré nada. Desde ahí supe que sí me era ajena, ella, quien haya sido Leonora mientras fue mía, ya no lo era más.

Finalmente, y pese a mi rechazó inicial, ella logró estar en cinta una segunda vez.

Para Leonora fue un milagro, la virgen había respondido a sus plegarias, para mí fue una tragedia, dios había ignorado las mías.

No quería un hijo con ella, si no lo quería con la mujer que amaba, menos lo quería con aquella desconocida que a veces, muy de vez en cuando, me dejaba desnudarla. Por supuesto, eso no volvió a pasar durante su segundo embarazo, mismo que duró seis meses.

Cuando al fin se le comenzó a notar la panza, redonda y firme como un globo, se desinfló igual que uno.

El doctor fue bastante claro, ella no era una mujer para tener hijos.

La segunda bala, le dio directo al corazón.

Una parte de mí pensó que fue mi culpa por mis malos deseos. Porque nunca quise a ese niño, porque probablemente, de manera inconsciente, yo le pedí a dios que se lo llevara.

Fue por eso que me quedé. La verdad, por pura culpa.

Pasaron tres años más antes de que se recuperase la intimidad en mi matrimonio y volvió a ser como una obligación.

En aquel ambiente, tan hostil como una máquina, planté la tercera bomba en ella. Solo duró un par de meses hasta que, un día, se encerró en el baño y no volvió a salir.

Pasaron horas, llegó la noche, no me avergüenza admitir que le rogué para que abriera la puerta. Cuando lo conseguí, me arrepentí.

Tenía la cara pálida, la mirada vacilante, su piel lucía más opaca que de costumbre y estaba cubierta de sangre desde la vagina hasta las plantas de sus pies, mi primera reacción fue regañarla.

—¿Estás loca, mujer? —grité en mi desesperación. —Tenemos que llevarte al doctor—la tomé del brazo.

—¿Y para que quieres ir si ya sabemos lo que nos va a decir?

Intenté jalarla para llevarla por la fuerza, sin embargo, estaba anclada al suelo como si tuviera los pies clavados a las tablas. Palabras fue lo único que pude arrancar de ella esa noche.

—Lo perdí.

Fue todo lo que dijo.

La esperé un buen rato, tal vez que dijera algo más, tal vez a que llorara. No se que estaba esperando de ella, solo se que, ninguna de esas cosas pasó.

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⏰ Last updated: Oct 19 ⏰

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La hora del terrorWhere stories live. Discover now