Por una cuenta

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Por Iván Quiroga López

Muchos les llaman nahuales, esos brujos que se convierten en animales; otros dicen que son brujas, viejas que se quitan la pierna izquierda y se ponen una pata de gallo, según para volar convertidas en bolas de fuego o enormes pájaros negros.

La verdad, aunque hay muchas historias de los pueblos cercanos sobre ellos: que se llevan a los niños malcriados, o que le chupan la mollera a los bebés; otros más dicen que castigan a los borrachos o que son los que matan al ganado dejándolos sin sangre, lo que te voy a contar es mi verdad y nada más.

Yo, cuando llegué aquí, recién egresado de la normal de maestros, no creía en ellos. Siempre que me contaba una historia de esas, solo repetía al final: "Cuentos de gente ignorante, borrachos o de viejas argüenderas. ¿Cómo un maestro letrado podía creer en esas cosas?" Así pensaba, hasta aquella noche.

Ya tenía un par de años siendo maestro rural. En ese entonces, el pueblo no tenía más de unas cuarenta o cincuenta casas, por lo que muchos chamacos venían de otros pueblos a estudiar hasta acá. Estaba yo solo, así que era el maestro de primero hasta sexto, también director y conserje. La gente del pueblo me hizo unos cuartos al lado de los salones. No estaba tan mal que digamos; el gobierno no me daba paga, esa la juntaba uno de los mayordomos de los pueblos y me la pasaba cada mes. No podía quejarme: casa, dinero y comida, que a veces me traían los padres de familia. Solo había una advertencia: "Jamás salir después de las diez de la noche, por ser la hora de las brujas".

Yo solo me reí de ese comentario y de todos los relatos que después escuché, y que si los cuento ahora, no tendría para acabar. Así que solo te contaré el que me hizo creer en todo eso.

Como dije hace rato, ya tenía dos años laborando en el pueblo; no tenía problemas. Al final de las clases, los chamacos se iban a sus casas y yo me quedaba solo. A veces venía alguien a invitarme a comer, y sin problemas yo accedía. No más de una vez se me hacía tarde platicando con los dueños de las casas, fumando o tomando pulque. Si se hacía de noche, la misma familia me despedía antes de las nueve de la noche, por lo que, aunque un poco borracho, siempre me daba tiempo de llegar a la escuela antes de la tan temida hora. Caso contrario, si por alguna razón me quedaba hasta las diez con alguien, mejor me preparaban un rincón y me daban alojamiento. Jamás me dejaban salir. En más de una ocasión me puse impertinente, pero ni así me dejaban ir. Al final, ya sea por cansancio o ebrio, terminaba quedándome.

Esa ocasión fue fin de curso. Para celebrar la salida de los de sexto, los padres de familia hicieron una fiesta en un pequeño auditorio que recién habían construido en uno de los pueblos vecinos. La fiesta estuvo muy bonita, pero como siempre, terminó a las nueve en punto, ni un minuto más. Algunos, los que vivían cerca se regresaron a sus casas; la gran mayoría prefirió pedir alojamiento en la casa de algún conocido. Yo preferí volver a la escuela. Varios padres me dijeron que mejor me quedara, que no llegaría antes de las diez a la escuela, que al ser profesor cualquiera se sentiría dignado por ser mi anfitrión. Con una sonrisa les dije: "Voy a paso rápido, capaz que hasta llego en menos tiempo". Al final dejaron de insistir y me dejaron ir.

Algunos hombres me acompañaron hasta la salida del caserón, y cuando estaba despidiéndome, uno se me acercó, desenrolló su faja de tela de su cintura y sin más soltó: "Tenga, maistro, mi abuelo dicía que la faja que usamos, si está bien hecha, aguanta cinco atados, justo para hacer un rosario. Si se encuentra una de esas cosas por el camino, no le dude, empiece a rezar y no deje de hacerlo hasta terminar bien".

Sonreí un tanto cínico, y con gran incredulidad tomé la faja echandomela al hombro. Me volteé agradeciendo y comencé a andar.

La noche era oscura, pero la luna llena era suficiente para ver el camino, aunque de vez en cuando una nube típica de la temporada la tapaba. Yo iba silbando canciones de Pedro Infante, Jorge Negrete y José Alfredo Jiménez. Aparte, iba jugando a golpear las milpas con la faja que me dieron. Los únicos sonidos que se dejaban escuchar eran el silbido, el crujir de hojas bajo mis pies, la faja golpeando la milpa y algunos grillos escondidos en las maiceras. En resumidas cuentas, iba a paso muy tranquilo, por lo que no supe en qué momento dieron las diez.

La hora del terrorWhere stories live. Discover now