Novata

0 0 0
                                    

Frío. Metal. Metal frío.

Eso fue lo primero que sentí. Una sensación helada que se extendía por mi piel y me envolvía, sofocante. Mis ojos se abrieron de golpe, pero el dolor en mi cabeza me obligó a cerrarlos otra vez. Traté de recordar, de buscar una explicación, pero solo encontré una punzada de dolor agudo que me dejó inmóvil. ¿Dónde estoy?

El aire era denso, pesado, como si faltara oxígeno. Me obligué a abrir los ojos de nuevo, parpadeando para despejar la neblina que entorpecía mis pensamientos. Pero al ver el espacio reducido que me rodeaba, el pánico se coló por cada fibra de mi ser. No había ventanas. No había salidas. Solo paredes metálicas que me cerraban el paso en todas direcciones.

No hay salidas.

Mi pecho se contrajo, y una oleada de terror me atravesó como un rayo. El aire me faltaba, y mi respiración, rápida y entrecortada, se convirtió en jadeos sofocantes. Intenté moverme, pero el espacio era tan estrecho que mis piernas chocaban contra las paredes frías. Estaba atrapada. No podía ni siquiera ponerme de pie.

—¡No, no...! —murmuré, el sonido ahogado por mi propio pánico.

El eco de mi voz retumbó en el metal, devolviéndome mi propio miedo amplificado. Las paredes parecían cerrarse más a cada segundo, apretándome, ahogándome. Mi mente giraba sin control, buscando una explicación, pero no había respuestas. Solo el terror creciendo con cada segundo que pasaba.

Entonces, un zumbido mecánico rompió el silencio, y la caja —o lo que fuera— comenzó a moverse. Ascendía de manera irregular, temblando bajo mis pies. El espacio minúsculo se volvió un torbellino de sonidos metálicos y vibraciones, y el vértigo me hizo perder el equilibrio. Caí de rodillas, sintiendo el frío del metal contra mi piel, pero lo peor fue la sensación de impotencia. No podía escapar. Estaba atrapada en una prisión que me arrastraba hacia lo desconocido, más rápido de lo que podía procesar.

Mi corazón latía con tanta fuerza que creí que se me saldría del pecho. Los latidos sordos resonaban en mis oídos, mezclándose con el rugido del ascenso, creando una cacofonía que me desbordaba.

—¡Por favor... no, no! —grité, mi voz temblando, rota.

Rogué, a nadie en particular, a lo que fuera que controlara esa jaula infernal. Pero la caja siguió subiendo, imparable. De repente, el movimiento cesó de golpe, y mi cuerpo se sacudió hacia adelante con la inercia. El silencio volvió, pero mi respiración era lo único que rompía esa quietud sofocante. Mi mente estaba en blanco. Solo podía sentir el terror.

El estruendo metálico de unas puertas abriéndose me arrancó de mi parálisis. Una luz cegadora me envolvió, obligándome a cubrirme los ojos con el brazo. Parpadeé repetidamente hasta que mi vista comenzó a ajustarse. Frente a mí, el cielo azul y el sol brillante. Mis manos temblaban, y mi respiración seguía siendo irregular. De pronto, escuché unos pasos apresurados. Levanté la vista, aún desorientada, y vi a un chico acercándose.

Era joven, de rasgos asiáticos y expresión seria. Su mirada me recorrió rápidamente, como si estuviera evaluando mi estado. Respiraba de forma agitada, pero no parecía tan afectado como yo. Algo en su porte despreocupado me inquietó.

—Llegaste antes de lo que esperaba, —dijo con una sonrisa ladeada— novata. Mucho antes.

Su tono burlón no ayudaba a calmarme. Intenté ponerme de pie, apoyándome en las paredes metálicas de la caja, pero mi cuerpo seguía temblando. Entonces, algo llamó mi atención: un machete, descansando en su espalda, como si fuera una extensión de su propio cuerpo.

El miedo me golpeó con fuerza renovada. Mi mirada no podía apartarse de la hoja brillante. ¿Era una amenaza? ¿Qué pretendía con esa arma?

Antes de que pudiera darme cuenta él entró de un salto a la caja. Mi cuerpo reaccionó antes de que mi mente pudiera procesarlo. Me lancé hacia él, agarrando su camiseta y empujándolo contra la pared metálica.

—¿Qué es este lugar? ¿Quien diablos eres tú?—Mi voz temblando más de lo que quería.—Y no te atrevas a hacerme daño.

Sus ojos no mostraron sorpresa. Al contrario, me observó con una calma inquietante, casi divertida. Como si mi amenaza fuera irrelevante. Me desarmaba su serenidad, y pronto me di cuenta de que estaba perdiendo el control. Nuestras miradas se cruzaron y una sensación que no soy capaz de nombrar me recorrió por la espalda. Solté su camisa de golpe y retrocedí un par de pasos.

—Tranquila, novata —repitió, su tono más suave pero firme—. No te voy a hacer daño, ¿si?

Sus palabras, aunque simples, me hicieron sentir pequeña e impotente. ¿Por qué hablaba como si todo esto fuera algo normal para él? Mis piernas flaquearon, y volví a apoyarme contra las paredes de la caja, temblando.

El asiático me observó en silencio durante unos segundos, su sonrisa desvaneciéndose, reemplazada por una expresión pensativa. Como si intentara entenderme, descifrar algo en mí que yo misma desconocía.

—¿Qué está pasando? —logré murmurar, mi voz débil.

Antes de que él pudiera contestar, otra figura asomó la cabeza por un borde de la caja. Un chico más alto, de piel morena y expresión firme. Primero miro a Minho como si no entendiera que hacia ahí dentro conmigo, y luego me miro a mí, como si tuviera dos cabezas.

—Minho, se te hace tarde. Deja que me encargue yo. —dijo el moreno, su tono controlado pero autoritario.

¿Tarde? ¿Tarde para que?

El asiático, que al parecer se llamaba Minho, salió de la caja de un salto hábil, pero cuando empecé que iba a irse, asomó la cabeza una última vez.

—Buena suerte —murmuró antes de desaparecer de mi vista.

Con el camino despejado, intenté incorporarme nuevamente. Alby me ofreció una mano, y aunque dudé un segundo, la acepté. Mis piernas temblaban, pero logré salir de la caja.

El aire fresco golpeó mi rostro, pero no trajo alivio. Al contrario, lo que vi me dejó paralizada. Delante de mí se alzaban gigantescas paredes de piedra gris, tan altas que parecía imposible escapar. Estaba atrapada en algo mucho más grande de lo que imaginaba.

—¿Qué es esto? —murmuré, mis ojos recorriendo el lugar en busca de una salida.

—Ven, es mejor que te lo explique mientras caminamos —dijo Alby, dándome una leve palmada en el hombro.

Tomé aire, tratando de procesar todo lo que estaba sucediendo. Pero antes de que pudiera moverme, vi a Minho alejándose rápidamente hacia una abertura oscura entre las paredes.

—¿Adónde va? —pregunté, el miedo volviendo a apoderarse de mí.

Alby no respondió. En cambio, hizo un gesto con la mano, pero no hacia mí, sino hacia un chico rubio, alto, que nos observaba. Aproveché esos segundos de libertad para echar un vistazo al lugar. No había ni un alma; solo había visto a tres personas: Minho, Alby y el rubio que ahora tenía justo enfrente.

Has llegado al final de las partes publicadas.

⏰ Última actualización: Oct 12 ⏰

¡Añade esta historia a tu biblioteca para recibir notificaciones sobre nuevas partes!

Maze runner: correr o morirDonde viven las historias. Descúbrelo ahora