Preludio

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Geoffrey emergió de las profundidades, luchando por respirar mientras escupía el agua oscura que quemaba sus pulmones. La superficie helada lo aferraba con fuerza, como si manos invisibles tiraran de él, deseosas de devolverlo al abismo insondable de donde acababa de escapar. Cada movimiento era una agonía lenta, un desafío contra la gravedad del peso invisible que lo mantenía anclado. Pero, con un último esfuerzo, logró arrastrarse hacia la orilla, donde Yew e Iyals lo esperaban, tan agotados y heridos como él. Sus cuerpos empapados temblaban bajo el cielo gris, y sus ropas, pesadas y rasgadas, se adherían a la piel lacerada. La sangre se mezclaba con el agua salada que corría por sus cortes, tiñendo la arena bajo sus pies.

Se levantaron al unísono, un trío de figuras exánimes y sombrías, marcadas por el eco de lo que había sucedido en las profundidades. El cielo era un lienzo apagado, y el silencio que los rodeaba era más profundo que cualquier palabra no pronunciada. Geoffrey se tambaleó al ponerse en pie, pero la mano firme de Yew se posó en su hombro, devolviéndole la estabilidad con un toque que transmitía más cansancio que fuerza.

Los tres se giraron al mismo tiempo hacia el mar que acababa de surgir. No había estado allí antes, pero ahora se extendía en todas direcciones como un océano sin fin. Las aguas eran negras y espesas, agitándose en oleadas lentas, como si el mismo mar llorara en silencio por lo que había sido perdido. Sin embargo, a medida que lo observaban, las olas comenzaron a aquietarse, y el vasto cuerpo líquido se volvió tan inmóvil como un cristal pulido, reflejando el cielo gris con una calma extraña, casi sagrada. Parecía un espejo oscuro, uno que mostraba no solo la superficie del mundo, sino las profundidades de sus errores. Allí, bajo su superficie estática, se deslizaban sombras, recuerdos y lamentos de lo que había ocurrido en lo profundo, en un lugar donde ni el tiempo podía alcanzar.

Los ojos de Geoffrey se llenaron de una tristeza solemne mientras observaba el nuevo mar que ahora estaba en total calma, como un lustroso cristal negro. Casi parecía como si se pudiera cmainar sobre él. Estático, el símbolo de su fracaso. Todo el poder que había acumulado, la precisión con la que controlaba el tiempo, ahora parecía insignificante frente a esa vasta extensión de aguas quietas. El precio había sido alto, y la consecuencia de su error, irreversible. Las sombras se deslizaban bajo la superficie, recuerdos de lo que había sucedido allí abajo, en lo más profundo, donde ni el tiempo podía alcanzar.

—Esto no debió ocurrir —murmuró Iyals, su voz apenas un suspiro que se perdía en el aire frío. Cada palabra caía como una piedra en el agua, hundiéndose rápidamente.

—Pero ocurrió —respondió Yew, sin apartar la mirada del mar inmóvil—. Y ahora debemos cargar con ello. Las heridas sanarán, sí, pero lo que hemos dejado atrás aquí, lo que ha nacido en estas aguas, no será tan fácil de borrar.

Geoffrey cerró los ojos un instante, atrapado en un torbellino de arrepentimiento y resignación. La culpa lo atravesaba con una punzada helada, más afilada que el filo de una espada. Sabía que este cuerpo de agua estática era más que un simple mar recién nacido que contaría historias oscuras; era un recordatorio viviente del fracaso, del precio ineludible de sus decisiones. Todo su poder, la precisión con la que había intentado manipular el tiempo, ahora se veía reducido a nada frente a esa inmensidad callada que parecía observarlo de vuelta. El equilibrio había sido roto, y lo que se había desencadenado era tan irreversible como el propio fluir del tiempo.

—Las sombras que se mueven ahí abajo... —Iyals dejó la frase inconclusa, sus ojos fijos en la oscuridad bajo la superficie—. Son los ecos de lo que hemos perdido. No volverán, pero tampoco desaparecerán.

Geoffrey respiró profundamente y abrió los ojos, sabiendo que no podían quedarse allí, prisioneros de sus propios remordimientos. El camino que se extendía frente a ellos estaba lleno de incertidumbre, pero no podían permitirse vacilar. Sin necesidad de hablarlo, los tres guardianes comprendieron que la verdadera lucha no había terminado; recién comenzaba. Tendrían que enfrentarse no solo a las cicatrices visibles, sino también a las heridas invisibles que el mar estático había dejado en sus almas.

 Tendrían que enfrentarse no solo a las cicatrices visibles, sino también a las heridas invisibles que el mar estático había dejado en sus almas

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Clock's: la mirada del tiempoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora