Capítulo 29

81 3 0
                                    


Cap. 29. Retos.

"El amor no se mira, se siente" (Pablo Neruda).

Laia
Palacete del Duque de Mersan

Nos movemos con rapidez, deslizándonos entre las sombras del pasillo hasta alcanzar la luz dorada del salón principal. La música sigue sonando, las risas de la nobleza se mezclan con el tintineo de copas y el murmullo de conversaciones superpuestas. El aire huele a vino especiado, a perfumes caros, a cera derretida. A todo lo que hace de este mundo un lugar tan opulento como falso.

Avanzamos con la mirada fija en la puerta principal, esquivando cuerpos envueltos en sedas y brocados, evitando cualquier mirada demasiado curiosa. Pero entonces, justo cuando giramos la última esquina, una figura bloquea nuestro camino.

Nos detenemos en seco.

El hombre que se alza ante nosotros es la imagen viva de la arrogancia. Alto y de porte impecable, su abrigo de terciopelo negro está adornado con bordados dorados que reflejan la luz con un brillo casi ostentoso. Su rostro, anguloso y afilado, parece esculpido en mármol, con pómulos marcados y una barbilla esbelta que solo enfatiza su aire de superioridad. Su piel es clara, casi pálida, como si el sol rara vez tocara su semblante. Unos finos bigotes adornan su labio superior, meticulosamente recortados, y su cabello rubio ceniza, peinado con una precisión casi obsesiva, no presenta un solo mechón fuera de lugar.

El duque de Mersan.

Incluso sin haberlo visto antes en persona, sé perfectamente quién es. Su reputación lo precede, susurros de riqueza, ambición desmedida y una astucia venenosa que ha cimentado su lugar entre los hombres más influyentes del reino. Dueño de tierras fértiles y de minas de plata que alimentan las arcas reales.

Nos observa con una ceja ligeramente arqueada, la cabeza apenas ladeada, como si acabara de descubrir dos insectos en su camino.

— Vaya, pero ¿qué son esas prisas? La fiesta apenas comienza.

Su voz es suave, modulada, con ese tono deliberadamente pausado que solo los nobles con demasiado tiempo libre dominan a la perfección. No hay reconocimiento en su mirada, lo cual es un alivio, pero hay algo más. Una chispa de curiosidad velada, una sombra de sospecha que se desliza entre su gesto afable.

Dorian no se mueve. Su postura sigue relajada, pero yo sé lo que significa la tensión apenas perceptible en sus hombros, el modo en que sus dedos se flexionan ligeramente, como si contuvieran el impulso de hacer algo mucho menos diplomático que responder.

Yo tampoco digo nada. No quiero ser yo quien llame más la atención de la necesaria, no cuando el duque ya ha mostrado ese atisbo de curiosidad que podría convertirse en un problema real si seguimos aquí más de lo debido.

— Un asunto nos reclama en otro lugar, milord — responde Dorian, su tono educado pero carente de cualquier verdadera cortesía.

El duque entrecierra los ojos y deja escapar una risa breve, nasal, como si acabara de escuchar una excusa especialmente endeble.

— ¿Un asunto? — repite, y su mirada se desliza entre Dorian y yo con estudiada lentitud —. ¿Acaso hay algo más importante que mi fiesta?

— Difícilmente, milord — replica Dorian con una leve inclinación de cabeza, su tono impecablemente cortés, pero vacío de verdadera deferencia —. Pero, por desgracia, hay compromisos que no pueden posponerse.

El duque ladea la cabeza con un destello divertido en los ojos, como un gato jugando con un ratón que aún no ha decidido si devorar.

— Entiendo — dice, su voz tan suave como la seda, pero con una carga de desprecio apenas perceptible —. Y me imagino que esos compromisos no pueden esperar, especialmente si involucran... asuntos importantes, ¿verdad, milady?

El Rey de HieloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora