Capítulo 18

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Cap. 18. Auxilio.

"El orden es la virtud más importante, pues sin él no hay nada" (Thomas Carlyle).

Laia
Circonita, capital de Reino Diamante


Contar todo me cuestas dos días enteros. Dos días completos bajo la mirada fija de Dorian, con su presencia inquebrantable y su exigente silencio, que me presiona más allá de lo que pensaba poder soportar. Cada frase, cada confesión, es una verdad desnuda que me despoja de todo, y aún así no basta, porque en el fondo sé que no lo estoy revelando todo. Estoy dejando salir lo que me consume, pero guardando lo que todavía no puedo admitir ni a mí misma.

Cuando, al fin, dejo escapar que los jueves son los días en que las reuniones clandestinas se celebran, no anticipaba que mi confesión se convertiría en un peso aún mayor. Pensaba que al soltar esa verdad, el lastre se disolvería en el aire, pero solo añado una capa más a la carga que llevo. Pensé que todo había quedado atrás, que ya no volvería a cruzar esa puerta, que ya no tendría que enfrentarlo. Pero aquí estoy, al borde de la misma oscuridad.

El aire de la noche me perfora, el frío es tan intenso que siento como si cada respiro me rasgara la garganta, como si el mismo viento quisiera arrancarme la vida con su hielo. Mis huesos se quejan bajo la presión de la gélida oscuridad que me rodea. Cada inhalación es un esfuerzo, un intento vano de traer calor a mi cuerpo, pero lo único que siento es el temor ardiendo en mis venas, como un fuego helado que me consume desde dentro. Cada latido de mi corazón es un tambor lejano, cada uno golpea con más fuerza, más irregular, como si el miedo estuviera marcando el ritmo.

— ¿Cuánto queda? — La voz de Dorian corta la quietud de la noche, grave, incisiva.

La medianoche se aproxima con una pesadez que me aplasta el pecho. Es la cuenta regresiva para algo oscuro, para algo que jamás debí revivir. Sé que, al llegar la medianoche, la reunión comenzará.

— Poco... ya mismo deberían llegar... — mi voz tiembla, se quiebra, pero trato de que suene más firme de lo que siento.

Los guardias comienzan a moverse, sus botas retumban en el pavimento con una pesadez que se clava en mi pecho. Sus armas brillan bajo la luz tenue de las farolas. Mis ojos encuentran a Dorian una vez más, buscándolo en medio de la oscuridad. Sus ojos, ocultos parcialmente por la capa, me miran con una intensidad que me paraliza. Siento su peso, su mirada, más que nunca. Su figura parece difusa en la penumbra, pero sus ojos siguen allí, fijos en los míos. No hay piedad, ni misericordia en su mirada, solo un fuego frío que me desafía a mantenerme de pie. Él sabe que todo esto me está destrozando por dentro, pero no dice nada. Sólo espera. Siempre espera.

Un impulso me recorre, quiero gritar, decir algo, liberar todo lo que llevo dentro. Pero no puedo. El silencio lo consume todo, lo llena todo, hasta que de repente, el sonido distante de pasos quiebra la quietud.

— Ahí vienen — murmuro, mi voz temblando. Lo digo más para mí que para él, como si al pronunciarlo pudiera anclarme a la realidad. Pero es inútil. La realidad ya no tiene sentido.

Las sombras se mueven al final del callejón, y aunque sus rostros permanecen en la penumbra, sé exactamente quiénes son. Reconozco las siluetas, los movimientos, la manera en que se desplazan como si el mundo fuera suyo.

— ¿Están todos? — la voz de Dorian se eleva, suave pero autoritaria.

— No... falta uno. Siempre es el último en llegar — mis palabras salen mecánicamente, como si mi mente ya estuviera regresando al pasado, a esas noches interminables en las que el miedo a lo desconocido me mantenía alerta, en las que no sabía si saldría viva de allí.

El Rey de HieloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora