8. En el límite de la vida (Final)

5 0 0
                                    



   El coche que Ardath conducía atravesó Garza Blanca al igual que lo haría una bestia enfurecida. El viajero pasó por encima de todos los soldados que halló en su camino sin temor a que algún helicóptero lo viera. Tras tomar una curva, la parte delantera del vehículo se hundió en la tierra y no fue capaz de sacarlo al dar marcha atrás. Ardath miró alrededor a través de las ventanillas y no vio a nadie. Maldiciendo, abrió la puerta del copiloto y se sobresaltó al escuchar un fuerte ruido. Una gran roca había impactado contra la superficie metálica del coche, y decidió salir con premura y tratar de ponerse a salvo. Sin embargo, al entrar en la casa más cercana, fue sorprendido por dos personas que trataron de apuñalarlo.

   —¡No! —gritó Ardath, retrocediendo—. ¡No soy uno de ellos!

   Recibió tajos en los brazos, aunque las mangas largas de su atuendo lo protegieron de casi todo el daño. Se dio la vuelta en cuanto pisó el exterior, evitando así otra roca que volaba hacia su cabeza. Esta impactó a un lado y él trató de convencer a los atacantes de que no era amenaza alguna para ellos.

   —¡Robé estas ropas! Partí hace dos semanas de Garza Blanca —dijo, quitándose el casco.

   Pero los aldeanos estaban enfurecidos por todo lo acontecido y no creían a nadie que vistiera tales ropajes. Atacaron a Ardath, que echó a correr y se puso el casco de nuevo, no fuera que otro helicóptero pasara por encima. Corrió durante algunos minutos, parando de forma abrupta cuando una cuerda tensada a su paso lo derribó. Se encontraba en un camino estrecho, y la soga había permanecido oculta bajo la tierra hasta el momento en el que dos personas tiraron de sus extremos desde el interior de dos edificios. Los individuos salieron y se abalanzaron sobre el viajero, y este apenas dispuso de tiempo para darse la vuelta y defenderse. Los tres que lo perseguían se acercaban, y de no ser por la intervención de Bruce, que llegó ladrando, habrían asesinado a Ardath allí mismo. El perro mostró los colmillos y gruñó a los atacantes, acercándose a morder al que más cerca estaba del humano.

   —¡No lo hiráis! —gritó Ardath—. ¡No soy uno de ellos! ¡Creedme de una vez!

   Los aldeanos, asustados, se prepararon para atacar a Bruce con cuchillos, pero uno de ellos detuvo al que tenía más cerca.

   —Ellos no usan animales, puede que tenga razón —dijo.

   —Así es —afirmó Ardath, y tomó las pistolas eléctricas, arrojándolas lejos de él—. Tomadlas, estoy desarmado ahora. Pero deberíamos refugiarnos; esos helicópteros son peligrosos.

   —Ya se han marchado —indicó una mujer—. Dejaron atrás algunos soldados, pero deben haber huido, o están muertos.

   —Yo mismo maté al que tenía estas ropas, puedo contaros dónde está el cadáver —dijo Ardath—. Escapé de otros dos que estaban no muy lejos de aquí.

   —Pues deben morir, para que aprendan a no atacarnos de nuevo —masculló uno.

   —Yo creo que volverán. No me siento a salvo —comentó otro.

   —¿No habéis visto lo que sucede a aquellos que respiran el humo arrojado por los helicópteros? —preguntó Ardath, y los otros negaron. El viajero se levantó—. Venid, os llevaré a donde vi a aquellos soldados por última vez.

   Ardath miró a Bruce, acariciando su cabeza después. No tardó mucho en orientarse y, cuando llegó ante la casa donde cuatro personas se habían quitado la vida, quienes lo acompañaban no imaginaron lo que en verdad había sucedido. Hasta que Ardath señaló las pruebas.

Todas nuestras vidasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora