3. La última ciudad

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   En esta ocasión despertó al mismo tiempo que abandonaba el sueño. Ardath sintió que se encontraba en una cama, y al darse la vuelta observó una ventana que impedía el paso a casi toda luz exterior. Enseguida se sintió inquieto, pues distinguió unas persianas metálicas que no eran propias del medievo. Levantándose con brusquedad, comprobó que todo aquello que lo rodeaba era también de otra época, de una moderna y peligrosa. No tardó en comprender lo que había sucedido. «Maldita sea, me he reencarnado en La Ciudad», pensó, suspirando.

   Se pasó las manos por el rostro, notando los largos cabellos que lo enmarcaban. En esta ocasión había renacido como niña, lo cual no le importaba en absoluto, a excepción de los dolores que tendría que sufrir una vez al mes cuando llegara a la madurez. Pero su mayor preocupación era haber nacido en La Ciudad. El nombre auténtico de este lugar, que en realidad se trataba de un país entero, era Greystong, el mismo que había tenido antes de que todos los países del mundo decidieran renunciar al destructivo estilo de vida que había llevado al límite a la sociedad. Todos a excepción de Greystong, que solo había fingido estar de acuerdo con el tratado. Y cuando el resto de naciones dio el salto, ellos se echaron atrás, traicionando al mundo.

   Ahora eran los únicos que conservaban todo tipo de tecnologías y comodidades. Los únicos que seguían contaminando en cantidades industriales y viviendo a través del cauce marcado por el dinero. En La Ciudad cabalgaban las motocicletas y los coches, los aviones surcaban los cielos y las personas vestían trajes y pantalones vaqueros. Había pantallas encendidas a cada hora imaginable y las luces nunca se apagaban, tratando de ahuyentar en vano la oscuridad. Para Ardath, al igual que para muchos otros, este lugar era un enemigo imbatible, un lugar a evitar.

   No obstante, La Ciudad solo admitía almas nuevas para proteger a las gentes de los salvajes de afuera. Era fácil para ellos detectar a las almas reencarnadas, ya que habían desarrollado una tecnología capaz de hacerlo. Además, los profesionales de la enseñanza estaban muy bien entrenados en el lenguaje corporal, y podían percibir con bastante eficacia a niños que habían «despertado». La educación, al igual que el trabajo y el pago de facturas, seguía siendo obligatoria en aquella sociedad, de modo que toda persona debía pasar por las aulas. Dependiendo del día en el que se encontrara, Ardath tendría que enfrentarse pronto o más tarde al colegio, y la idea no le agradaba. Sabía bien, gracias a intrépidos espías y personas que habían muerto en La Ciudad para reencarnarse en el exterior, que las almas viejas eran encerradas y torturadas de las formas más crueles para provocar que se suicidaran, desapareciendo así por siempre del mundo. Y si rehusaban, vivirían las décadas que fuesen necesarias hasta morir por causas naturales en una celda, habiendo desperdiciado una vida entera sin libertad. Para colmo, se promovía la natalidad en aquel país, de modo que la gran cantidad de nacimientos traía más almas nuevas y aumentaba la posibilidad de que las viejas se reencarnaran allí.

   Ardath volvió a suspirar, dejando pasar el tiempo. No parecía que se hallara en un día de colegio, o si no lo habrían ido a despertar. Aun así, se sentía atrapado, y deseó que el suicidio no significara el final. «Debo escapar si deseo reunirme con Senua», pensó. Miró a su alrededor y trató de imaginar cómo se habría comportado la niña que ahora era él, y le resultó complicado. «Supongo que lo primero será desayunar». Bajó de la cama sin hacer ruido y caminó hasta la puerta blanca con cuidado, descalzo. La abrió despacio y miró al pasillo tras el umbral antes de adentrarse en él. Parecía que su familia aún dormía, de modo que llegó a la cocina sin que nadie lo viera ni le dirigiera ninguna palabra. No podía evitar recordar sus días en una ciudad moderna al mirar todos aquellos muebles y utensilios. No extrañaba ese tiempo, a pesar de que gracias a internet siempre se reencontraba con Senua; habían dispuesto de un correo cuya contraseña solo ellos sabían, y allí se dejaban mensajes.

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