Prólogo

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Las dos lunas permanecían ocultas tras un espeso manto de nubes, y la oscuridad envolvía el distrito Foso como una sombra eterna. La poca luz que se colaba entre los nubarrones apenas iluminaba las calles estrechas de aquel lugar hundido en una grieta, donde el barro y la miseria se entrelazaban como si fueran parte del mismo paisaje. La lluvia caía con fuerza, arrastrando el hedor de los callejones hasta las casas ruinosas. Pero no fue la tormenta lo que estremeció aquella noche a Kaysen, un niño de tan solo diez años.

—¡Maldito Írido de mierda! — El grito rasgó el aire justo antes del primer golpe. Kaysen observó, paralizado, cómo Yael, la única persona que lo había cuidado desde que tenía memoria, caía al suelo con la cabeza sangrando.

— ¡No tienes derecho a vivir entre nosotros, escoria de ojos malditos! — La voz ronca del hombre resonaba con odio en el callejón. Eran esclavos sin amo, olvidados y rotos por años de maltrato. Pero lo que los movía esa noche no era el cansancio, sino el desprecio hacia los Íridos, una furia alimentada por generaciones de miedo y prejuicio. Yael y Kaysen... ambos eran Íridos, y sus ojos dorados eran una maldición ante la mirada de aquellos hombres.

— ¡Dejadlo en paz! — gritó Kaysen, desesperado, mientras intentaba interponerse entre Yael y los dos esclavos que lo atacaban. — ¡No os ha hecho nada, por favor, dejadlo en paz! — Los ojos de Kaysen, dorados como el oro, brillaban con la luz tenue de la noche, pero esa mirada no despertaba compasión en ellos. Para los esclavos, solo confirmaba lo que siempre habían creído: que los Íridos eran monstruos.

El sonido de la bofetada fue ensordecedor, un eco brutal que se confundió con el retumbar de la tormenta. — ¡Aparta, niño asqueroso! — gruñó uno de los hombres mientras lo lanzaba al suelo con un golpe seco. — ¿No lo entiendes? No mereces ni existir. Tu sola presencia nos repugna. — Kaysen intentó levantarse, pero su cuerpo tembloroso no respondía. Sentía el barro frío bajo sus manos mientras miraba con impotencia cómo los hombres los veía como una plaga a la que exterminar.

Uno de ellos, con los ojos llenos de odio, levantó un trozo de metal afilado, improvisado como arma, y avanzó hacia Kaysen, decidido a acabar con su vida. Pero Yael, pese a estar herido y agotado, se lanzó hacia el hombre antes de que pudiera atacar al niño. En su mano, apretaba una piedra que había recogido del suelo embarrado, y la golpeó con todas sus fuerzas contra la cabeza del agresor. El esclavo cayó al suelo, inerte, con el metal resonando al caer de su mano.

El segundo esclavo, al ver a su compañero caer, rugió de rabia.

—¡Nos las vas a pagar, viejo de mierda! — gritó, con los ojos ardiendo de furia. Con un cuchillo oxidado en mano, se lanzó sobre Yael, quien apenas pudo alzar la piedra de nuevo. El cansancio y las heridas lo habían debilitado demasiado. El esclavo fue más rápido, y la hoja encontró su objetivo, atravesando la carne de Yael con brutalidad. La lluvia no fue suficiente para ahogar el sonido del metal cortando hueso y carne.

— ¡No, Yael! — gritó Kaysen, viendo cómo su protector se desplomaba sobre sus rodillas, jadeando, con la sangre manando de una herida profunda en su costado. Su piel pálida se mezclaba con el barro y la sangre que cubrían el suelo del callejón.

Kaysen, con el corazón en llamas, intentó moverse. Quería llegar a Yael, quería salvarlo, hacer algo. Pero antes de que pudiera reaccionar, el segundo esclavo, con el cuchillo manchado de sangre, giró sobre sus talones y lo miró con una sonrisa sádica.

—Ahora te toca a ti, hijo de perra... — dijo, acercándose lentamente, disfrutando del miedo en los ojos del niño.

El tiempo pareció detenerse para Kaysen. Sabía que no había forma de escapar. Los latidos de su corazón resonaban en sus oídos, y la desesperación lo invadía. Entonces, justo cuando el esclavo levantó el cuchillo para rematarlo, una figura emergió de las sombras.

Valgor: Lágrimas de oroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora