El Foso: Parte I

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La tormenta había dejado de azotar la ciudadela, y el distrito del Foso se iluminaba tímidamente con los primeros rayos del amanecer. Sin embargo, en ese abismo olvidado, los haces de luz apenas lograban atravesar las paredes desgastadas de la grieta que albergaba el barrio marginal, donde la oscuridad parecía ser una constante.

La vida comenzaba a despertar en las angostas y sucias calles. Esclavos que habían perdido a sus amos se movían con lentitud, como sombras hambrientas, buscando algo con lo que saciar el estómago vacío o tan solo un lugar donde no ser vistos. Ciudadanos que ya no podían ser llamados así, hombres y mujeres que habían sido despojados de sus derechos y hasta de su identidad, vagaban sin rumbo, condenados a una existencia sin sentido. Su destino era el olvido, arrastrados por el mismo barro que inundaba los callejones del Foso.

En una esquina apartada, oculta entre los escombros y las sombras, Riven y Kaysen despertaban lentamente. Había pasado ya un mes desde que sus caminos se cruzaron en las profundidades del Foso, y desde entonces vagaban juntos, sobreviviendo como podían. Riven, con su prótesis de madera y su mirada siempre alerta, parecía más despierto que su joven compañero, pero ambos compartían el mismo peso en sus ojos: el de las noches sin paz.

Kaysen se agitaba en el suelo improvisado que compartían, empapado en sudor frío, sus labios murmurando palabras entrecortadas. Estaba reviviendo la pesadilla de siempre: la noche en la que perdió a Yael. La sangre, los gritos, el rostro de la única persona a la que había podido llamar familia desvaneciéndose en la oscuridad mientras las manos de Kaysen intentaban inútilmente salvarlo. De repente, se despertó sobresaltado, jadeando, sus ojos abiertos de par en par.

—Otra vez la misma, ¿eh? —murmuró Riven desde su rincón, sin moverse, pero con la mirada fija en él.

Kaysen apenas pudo asentir mientras trataba de recuperar el aliento. Se llevó una mano al rostro, como si pudiera borrarse los recuerdos que lo atormentaban.

—Llevamos un mes juntos y no ha habido una sola noche en la que no te despiertes de una pesadilla —continuó, afilando la hoja de metal de su brazo de madera mientras lo observaba con su habitual mezcla de dureza y comprensión—. ¿Aún te tortura esa noche?

Kaysen no respondió de inmediato. Sabía que Riven ya conocía la respuesta. Cada vez que cerraba los ojos, volvía a aquella fatídica noche, a la oscuridad que se llevó a Yael para siempre.

—No puedo evitarlo —susurró finalmente Kaysen, con la voz rasgada por la culpa—. Cada vez que duermo es como si lo perdiera de nuevo... Esos idiotas...

Riven resopló, aunque sin desprecio. En el Foso, todos llevaban algún tipo de peso, y sabía que el de su joven compañero era uno de los más difíciles de cargar. Sin embargo, en este mundo donde la vida y la muerte se entrelazaban de manera cruel, quedarse atado al pasado solo te hacía vulnerable.

—Es el Foso, Kaysen. Aquí o te mueves o te hundes —dijo Riven, poniéndose en pie con un movimiento ágil y frío—. Yael está muerto. Y si sigues aferrándote a eso, terminarás como los que vagan por aquí sin propósito. Y no pienso arrastrar un cadáver... Así que levántate. Tenemos que irnos antes de que los demás despierten —gruñó mientras ajustaba su prótesis, apretando la correa con la destreza de alguien que ya había hecho de su discapacidad una extensión de su habilidad.

Kaysen, aún cansado por la pesadilla, se levantó despacio, frotándose los ojos. No hacía falta que Riven le explicara cuál era el plan; llevaban un mes recorriendo esas mismas calles, intentando conseguir algo de comida antes de que los demás del Foso se lanzaran como cuervos a lo poco que caía desde la ciudadela.

—Vamos al vertedero de siempre, ¿no? —preguntó Kaysen, su voz apenas un murmullo entre los ecos vacíos de las calles.

—No. Hoy no —respondió Riven, comenzando a caminar, dejando que el chico lo siguiera como de costumbre—. Hay otra manera.

Valgor: Lágrimas de oroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora