Se levantó a media noche para tomar un vaso de agua; no podía dormir. Era una noche despejada llena de estrellitas azules como ella solía llamarlas.
—Amanda... —suspiró.
Entró a su cuarto, puso el vaso en la mesa de noche y fue sorprendido por una voz dulce detrás de él.
—Papá, ¿mi abuelito esta con mi mamá ahora? —preguntó el pequeño con la inocencia única que se puede tener a esa edad. Él se sorprendió con la pregunta; por supuesto, la respuesta debía ser muy inteligente, pero lo único que atinó a contestarle fue un simple: «¡Claro que sí campeón!». El niño se quedó viéndolo como quien acepta una respuesta con resignación. Su padre entendió que no había sido suficientemente convincente, así que pretendió persuadirlo de otra forma.
— ¿Quieres dormir conmigo esta noche? —le preguntó y el pequeño asintió. Lo tomó cargado y lo puso al costado donde Amanda solía dormir antes de irse para siempre. Ella era más de lo que él había soñado. Inteligente, atractiva, dulce, carismática, con un sentido humano increíble y una gracia única. Por error se habían conocido tiempo atrás. Ambos estudiaban en la misma universidad y nunca se habían cruzado ni por casualidad, hasta que un día, en la biblioteca, él confundió su agenda con la de ella y se la llevó. La guardó durante el fin de semana, mientras llamaba constantemente al número escrito con tinta azul en la primera página, donde usualmente se encuentran los datos personales. No tuvo respuesta hasta el domingo por la noche cuando, sin saberlo y sin haberla escuchado antes, reconoció su voz tras la bocina.
La escuchó, la sintió, se enamoró de ella y un año después se casaron. La amó, con todo lo que pudo hacerlo, quiso crear un mundo inimaginable para hacerla feliz, y le daría su vida... si hubiera tenido la oportunidad.
Al ver al niño dormido, la vio también. Migue, como cariñosamente le decía su familia, guardaba muchos rasgos de ella: sus ojos, sus manos y hasta el color de su cabello. Sintió un poco de nostalgia, pero recordó las últimas palabras que había escuchado de su boca antes de que partiera a hacerle compañía a los ángeles: «No importa lo que pase, recuerda que tú siempre has sido el más fuerte, especialmente para Migue». Con esta certeza, se secó la única lágrima que había alcanzado a salir. Se incorporó en la cama junto al niño y trató de conciliar el sueño, aunque esperó hasta las cinco de la mañana para lograrlo. En la mañana temprano, se vistió para la oficina como de costumbre. Se disponía a salir con Migue para llevarlo al colegio, cuando de repente timbraron en la puerta. Era un abogado. Aunque le causó sorpresa la presencia de este personaje, comprendió que estaba relacionada con la reciente muerte de su padre, al ver los papeles notariales y escrituras que traía; pero aun así le preguntó:
— ¿Qué lo trae por aquí?
—Vine a hablar de su padre —reconoció el abogado, quien tenía un aspecto un poco hosco.
—Eso ya lo sé, pero ¿por qué? —contestó fríamente, desconfiado por la actitud desafiante de aquel hombre que le pareció más un tinterillo barato que un hombre serio.
—La verdad vengo a hablar de una propiedad que tenía su padre en una región llamada Pueblo Viejo.
— ¿Propiedad?, yo no tenía idea que mi papá tuviera una casa en ese lugar —preguntó sorprendido.
—Pues eso le cuento, está ubicada cerca de una vereda, y más que una casa, es una hacienda.
Juan Miguel no entendía nada. Se suponía que él estaba enterado de todas las propiedades que tenía su padre.
—Bueno, es un lugar un poco alejado de la civilización. Además, está algo descuidado. Su padre sólo la conservaba para que su tío tuviera un lugar donde vivir.
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La Mujer del Vampiro
RomantikJuan Miguel Montemadero nació dentro de un mundo lleno de contrastes. Los hombres de su familia se distinguieron siempre por dejar huella en el rumbo de quienes los conocieron. Pero justo cuando creyó perder el camino entre las redes de la soledad...