Terquedad

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Juan Miguel volvió a ser el que era antes de llegar allí: el descontrolado, el hostil, el antipático y psicorrígido jefe al cual sus empleados tanto temían de un tiempo para acá.

—Por lo menos en el carácter demuestran que son familia— musitó Gabriela, pensando en voz alta.

El viejo la miró y respiró hondo.

—Pobre Juan Miguel, realmente necesitaba regresar hoy.

Gabriela no resistió la tentación de hacerle el reclamo a su abuelo.

—Bueno, ahora si me puede explicar por favor ¿cómo es eso de que su sobrino viene, de un día para otro, y usted lo recibe así no más, con los brazos abiertos? —preguntó en tono de reproche. El viejo la miró atónito.

—Vino a pasar un par de días —respondió.

Gabriela no se iba a quedar con una explicación tan insulsa, así que se dedicó a atacar con todas sus fuerzas a Juan Miguel.

—Claro, era de esperarse; sólo tuvo que enterarse de lo de las tierras y todo el dinero que estaba en juego para que casualmente apareciera por aquí, con aires de santo y de buen samaritano.

—Está equivocada, mija —replicó el viejo. —Las cosas no son así; las razones que traen a Juan Miguel aquí van más allá del dinero.

Gabriela lo miró incrédula.

—¿Entonces?, ¿qué hace aquí?

Don Miguel Emilio hizo un resumen de los motivos por los cuales Juan Miguel llegó a su vida, otra vez. Le contó que el joven no lo recordaba, pues no se veían desde que era un niño pequeño. Su hermano, Adolfo Montemadero lo había mantenido informado de la suerte de su sobrino, pero jamás había permitido un acercamiento entre ellos. Entonces, si Juan Miguel no lo había tenido presente en su vida, no había sido por su culpa, sino por culpa de las circunstancias. «Juan Miguel no tenía idea de que esta casa existía».

Gabriela se sintió tan conmovida como contrariada con la explicación de su abuelo. De la misma forma, no entendía bien qué razones podía tener el padre de Juan Miguel para no querer que ellos se encontraran y a su vez que el viejo tío lo permitiera. Pero ella sabía que el carácter reservado de Don Miguel Emilio no iba a permitir que se supiera mucho más de lo obvio.

A pesar del cariño y la confianza que se tenían, primaba en ellos un código de confidencialidad inquebrantable, tanto para secretos propios como compartidos. Entonces, para no tener que ahondar en ningún tema, el viejo comentó sobre la suerte de Juan Miguel, desviando la conversación. Le preocupaba la falta de teléfono, tanto o más que a su sobrino, pues de antemano conocía la necesidad que el joven tenía de recibir noticias de su pequeño, de verlo, pues ante todo Juan Miguel era un padre responsable. La idea de que el niño se estuviera quedando en un hogar que no era el suyo, no le gustaba mucho.

A pesar de haber entrado en ése inminente proceso de autodestrucción con la muerte de Amanda, Juan Miguel sentía que lo único que lo mantendría eternamente atado a ella, sería su hijo. Aunque al principio no tenía idea de cómo debía cuidarlo, cuando trataban de ayudarle, se escudaba en que no era responsabilidad de nadie más que suya. Se hizo cargo del niño y pensó que lo mejor sería no volver a tener una relación estable con nadie, de tal forma que nada pudiera llegar a entorpecer la labor a la cual se consagraría con tanto esmero. Contrariamente a las constantes súplicas de su padre para que ambos, el niño y él, se fueran a vivir a su casa, Juan Miguel se quedó en el mismo lugar donde vivió los mejores años de su vida junto a su esposa. Esa era precisamente la preocupación más grande de Adolfo y de su nana Mercedes, el desmesurado apego que él sentía por el recuerdo de ella.

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⏰ Última actualización: 2 days ago ⏰

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