En la noche, sentado en una banca de madera ubicada en el portal de la casa, observaba las estrellas envuelto en la misma manta que su tío le había puesto la noche anterior, sin que se diera cuenta. No había tenido una oportunidad más maravillosa de ver el cielo tan brillante jamás. El dióxido de carbono y la contaminación visual de la ciudad no se lo permitían, ni a él, ni a ninguno que viviera allí. A tantas turbias reflexiones que había hecho desde la muerte de su padre y de la misma Amanda, se le sumó la del hecho de que la gente se hubiera acostumbrado a vivir con un cielo sin estrellas, y que peor aún, jamás las echaran de menos.
Pero ahí estaban, tan azules como le gustaban a Amanda, pero tan lejanas y propensas al olvido como ella. Sintió de nuevo miedo del olvido, pero esta vez sintió más miedo de que ese miedo se le estuviera volviendo constante. Su tío, cubierto con una ruana gris, debido al frío que hacía y que le penetraba los huesos, salió para advertirle de los insectos y otros animales voladores que circundaban la casa en las noches y que gustaban de convertir a incautos como él en su cena más apetecida. Pero lo vio tan concentrado que sintió curiosidad y se sentó a su lado.
El silencio, que solía estar inmerso en sus encuentros y que se había convertido en esos pocos días en un invitado más, solo era interrumpido por el sollozo dulce de las luciérnagas que se confundían con las mismas estrellas.
—Es muy difícil contarlas —señaló Juan Miguel después de un rato y sin dejar de observarlas.
—Es más difícil tratar de bajarlas —le respondió su tío.
Juan Miguel lo miró, sonrió, y ambos siguieron mirando al infinito por un largo rato, sin pronunciar palabra.
Antes de que todo eso sucediera, Juan Miguel nunca tuvo tiempo para hacer algo diferente a vivir poniéndole trampas al tiempo para estirarlo y que le alcanzara para realizar noventa mil labores pendientes en el corto intervalo de veinticuatro horas que tiene el día. Sin embargo, con los cambios tecnológicos, él había encontrado un aliado para poder, en cierta forma, darle sentido a ese mar de ocupaciones y poder cumplir con todas a tiempo, o al menos con la mayoría.
Pero en su agenda importada, forrada en legítimo cuero, que le costó seiscientos dólares en uno de sus viajes a Nueva York y que cabía en un bolsillo, nunca hubo espacio para analizar el hecho de que Amanda viera las estrellas azules, si a él las pocas que conocía, le parecían blancas o amarillas. Una lágrima se le escapó mientras pensaba en esto.
La certeza de que jamás tendría la oportunidad de decirle que tenía razón y que esa noche había comprendido que si eran tan azules como ella decía, le atravesó el alma como un puñal con rastros de sal. Miró al tío que ya no observaba al cielo porque el sueño lo había vencido, y entre sollozos se preguntó con la voz entrecortada: «¿En qué momento lo perdí todo?».
No hablaba únicamente de Amanda o de su padre, también se refería a Migue, a la oportunidad de disfrutarlo, de crecer juntos; era un esfuerzo que había abandonado. Pensaba en sus sueños, en su niñez, en la capacidad de encontrar la magia en las cosas más banales de la vida, todo, todo lo había perdido a manos de un mal inminente que lo había aquejado desde el momento mismo de su nacimiento: el miedo.
Sí, otra vez el miedo, tan presente en su vida como la misma conciencia, el miedo a afrontar las cosas, a equivocarse, a sentirse solo, a no cumplir con las expectativas de los demás, miedo a todo, miedo de vivir, miedo de sí mismo. Ya no pudo más. El estallido de su llanto despertó al viejo tío, que sobresaltado lo observaba, mientras iba comprendiendo que el joven Juan Miguel estaba siendo víctima del mismo enemigo al que él y su familia se habían enfrentado por años. Nadie más pudo descifrarlo en ese momento.
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La Mujer del Vampiro
RomanceJuan Miguel Montemadero nació dentro de un mundo lleno de contrastes. Los hombres de su familia se distinguieron siempre por dejar huella en el rumbo de quienes los conocieron. Pero justo cuando creyó perder el camino entre las redes de la soledad...