Juan Miguel observaba con cuidado el líquido de su vaso. El olor y el sabor le parecieron un poco extraños, pero, aun así, siguió tomando.—¿Qué es esto? —preguntó intranquilo.
—No pregunte tanto que eso es peligroso, ¿no le han dicho que la curiosidad mató al gato? —respondió el tío con un tono que no dejaba lugar a dudas. Era mejor no saber.
Juan Miguel se sentó en el sofá cerca de la mesa del comedor rústico donde el tío se apoyaba. Levantó la cabeza para recorrer la amplitud de aquel lugar con la mirada.
—La tiene bien conservada —comentó.
El tío dejó su vaso en la mesa y siguiéndolo en su observación le respondió.
—Se hace lo que se puede.
Ambos quedaron en silencio por un momento, como cuando se sabe que hay muchas cosas por decir, pero no por dónde empezar.
—Bueno, empiece usted —musitó el tío en voz baja, para romper el hielo que cubría imaginariamente las paredes.
— ¿Empiece qué? —preguntó Juan Miguel distraído.
— ¡Pues las preguntas, carajo! —Replicó el tío— Comience a ver, porque a eso vino ¿O no?
Juan Miguel se ruborizó y sonrió, sintiéndose en confianza por primera vez. Aunque lo había estado planeando durante el viaje, cuando tuvo la oportunidad de abordar al tío con todos los interrogantes que le rondaron la cabeza desde el momento en que el abogado tocó las puertas de su casa, no supo qué decir.
Sabía que las preguntas debían ser lo más claras posibles, pues seguramente las respuestas de su tío serían certeras y no darían tiempo a cavilaciones o análisis extensos, y aunque deseaba con ansias conocer todo, saber todo, entender el pasado, el presente y el futuro, era consciente de que en una noche no era posible.
Pero Juan Miguel aún no conocía la audacia que su tío tenía para adivinar el pensamiento. Solo le bastó con mirar a los ojos del asustado joven para entender que así pasarían toda la noche si no le daba un empujón definitivo: «Lamento mucho lo que pasó con su esposa». Juan Miguel se estremeció de nuevo al escucharlo. Tal vez n o era el mejor tema para iniciar una conversación entre un par de individuos que se cruzaban prácticamente por primera vez, y el viejo tío lo sabía, pero necesitaba atacar ese silencio con algo determinante; apenas se acababan de ver y ya había sentido la debilidad en el carácter de su joven pariente.
Su presencia le evocaba el recuerdo de su propia madre, la abuela de Juan Miguel. Unos años antes Adolfo Montemadero, su hermano, había tenido una sensación similar. Su hijo tenía sólo cuatro años cuando murió la primera mascota que le habían regalado. Dos cortos meses después de su cumpleaños, el pequeño conejo no resistió las inclemencias del invierno que se presentaba por esos días en la zona y murió de hipotermia. Juan Miguel, muy por el contrario de lo que todos habían imaginado, no derramó una sola lágrima.
Desde que estaba en el vientre había adquirido una capacidad innata de guardarse el dolor y no dejarlo salir, sino era usando medios muy poco convencionales para los que lo conocían y quienes se sorprendían cada vez, pero que habían aprendido a ver esas reacciones como una parte infranqueable de su personalidad. A veces el mismo Adolfo se asustaba al ver las actitudes que tomaba su hijo para demostrar o aliviarse él mismo el sufrimiento y la rabia.
En una ocasión, cuando recibió una mala calificación en el área que más se le facilitaba, tomo el cuaderno de apuntes y recortó hoja por hoja con sus tijeras punta roma, armando con el papel varias figuras de animales en todos los tamaños. Como era de esperarse, su padre lo reprendió sin entender en el momento, la naturaleza de este evento. Solo pudo hacerlo el día en que descubrió que la seguridad del estudio que usaba como oficina fue violada y que las cinco cajas de legítimos habanos cubanos que guardaba con tanto recelo en el desván estaban hechas pedazos y regadas por el suelo.
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La Mujer del Vampiro
RomanceJuan Miguel Montemadero nació dentro de un mundo lleno de contrastes. Los hombres de su familia se distinguieron siempre por dejar huella en el rumbo de quienes los conocieron. Pero justo cuando creyó perder el camino entre las redes de la soledad...