El Reino del Fuego

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La vida de Ryan siempre era igual. Todos los días, idénticos. Una auténtica rutina que cargaba constantemente, al igual que aquel mazo pesado para modelar el hierro fundido con el que trabajaba con el fin de conseguir una bella espada. En aquella pequeñísima casa con paredes de piedra se encontraba acompañado por su padre, que no paraba de darle órdenes:

— ¡No! ¡No golpees tan fuerte el hierro! Tienes que hacerlo con más suavidad. Si no, puede romperse. Pero, ¿qué haces usando ese mazo? ¿Cuántas veces te he dicho que tienes que usar esta otra herramienta? — le arrebató el mazo de las manos y le dio otra herramienta parecida. Para él, todas esas herramientas eran iguales y no se distinguían entre sí. 

— Sí, padre. La próxima vez tendré más cuidado — de haber dicho tantas veces esas palabras se le habían quedado grabadas en la cabeza. Y tantas veces las pronunciaba al cabo de los días que casi había perdido su significado. 

— Siempre dices lo mismo. En fin. No me imagino qué será de esta pequeña herrería si no aprendes más rápido y pones más dedicación por tu parte — le reprochó su padre. 

Todos los días tenía que escucharlo decir lo mismo. No lo soportaba. Sentía cómo la rabia lo invadía por dentro y las ganas de gritar se apoderaban de él. Apretó con fuerza sus labios, porque no quería explotar. Prefería ignorar a enfadarse con su padre por algo que no tenía sentido. 

Pero ignorar suponía aceptar el triste destino que le esperaba. 

Destino que les sería asignado también a sus futuros hijos.

Una vida entera regentando una herrería, rodeado de llamas, de hierro, de utensilios varios... 

¿Y si su destino no fuera ese? ¿Y si su destino no fuese obedecer a su padre, ni hacer lo que los demás esperan de él? ¿Y si el escritor de su destino fuese él mismo? 

Aunque, de momento, seguía allí, fabricando armas, soñando con volar más allá de aquella diminuta ventana y no volver nunca más a aquella cárcel. 

Al parecer, fue como si alguien escuchase sus pensamientos y quisiera hacerlos realidad. 

— Ryan, hijo. ¿Puedes llevar al mercado estas espadas? — le pidió su padre, mientras le tendía una bolsa de tela que albergaba las espadas. — A ver si para esto eres más útil. 

Este último comentario por parte de su padre no le sentó muy bien, pero lo olvidó en poco tiempo. Ya estaba acostumbrado a oír comentarios similares. 

Cogió la bolsa y, sin rechistar, abrió la puerta para escapar de una estancia ardiente, rodeada por el fuego, para adentrarse en un mundo muy parecido: el mundo de los desiertos áridos, del calor insoportable, de los ríos de lava, el Reino del Fuego. 

Los habitantes del Reino del Fuego eran inmunes al calor y jamás se quemaban. Para ellos el calor no era ningún problema. 

Ryan caminaba con una sonrisa en su rostro por aquellos suelos de roca volcánica. Sujetaba la bolsa de tela y, aunque pesaba, consiguió cargar con ella hasta llegar al mercado.

Con la mirada al frente, decidido, buscaba la tienda de color azul. Tenía claro adónde iba. Caminaba rápido, como si ansiara llegar cuanto antes. Su mirada inquieta buscaba la tienda azul. No descansó hasta que la encontró y echó a correr hasta que llegó. 

Fatigado, paró a descansar un momento, hasta que salió una joven muchacha que salió a recibirle con una amplia sonrisa. 

Era una muchacha muy hermosa. Tenía el pelo largo, trenzado y de color rojizo. Los ojos, marrones claros. Aparentaba tener unos quince o dieciséis años. Al reírse, dejaba al descubierto su dentadura perfecta. 

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