Prólogo

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Emma Cruz caminaba de regreso a casa por las oscuras calles del centro de Barcelona mientras tarareaba la nana que solía cantarle su madre cuando era pequeña. Aquella melodía, dulce y de estructura simple, siempre la reconfortaba y la animaba cuando estaba asustada. Y en aquellos momentos, la repetía una y otra vez como un mantra.

Era ya de madrugada y las primeras brisas de aire otoñal se podían notar en el ambiente. Suspiró y se frotó los brazos; estaba helada y deseaba llegar ya al amparo de su hogar. Pensó que no debería haberse demorado tanto en la Catedral Negra ordenando los antiguos manuscritos sobre los juicios de Salem que le hicieron llegar desde Estados Unidos y maldijo para sus adentros el salir tan tarde. Además, tenía la sensación de que alguien la estaba siguiendo, a pesar de no haber ni un alma a su alrededor. «Está todo en tu cabeza», se dijo a sí misma y sacó el teléfono móvil. Contempló la fotografía de su marido y de su hijo que utilizaba de fondo de pantalla y sonrió; tenía muchas ganas de abrazarles. A su cabeza le vino la idea de que su pequeño Adam, el cual cumpliría dos años en diciembre, podía heredar tanto sus poderes mágicos como la licantropía de su padre, y no sabía cuál de las dos cosas le gustaba más. Aunque en el fondo le daba igual, su niño sería perfecto incluso siendo un hada del bosque.

Intentó llamar a su marido, pero no daba señal. Volvió a maldecir, está vez en voz alta, y empezó a escribir un mensaje mientras aminoraba el paso para no chocar con nada. De pronto, en la quietud de la noche, escuchó un crujido a su espada que le erizó la piel de la nuca. Se puso tensa y agarró con más fuerza su teléfono pero, al girarse, seguía sin haber nadie. A sus oídos le llegaban los quejidos y los gritos de varios borrachos al ser desalojados de un bar que estaba cerrando. Miró de nuevo el móvil: faltaban tan solo diez minutos para la una.

―¡Eh, guapa! ¿Qué haces por aquí tan solita?

Un hombre que llevaba una botella de cerveza en la mano se dirigía hacia ella con paso torpe. «Lo que me faltaba...» pensó haciendo un leve movimiento con sus manos. Su magia surgió efecto y la amenaza pareció olvidarse de ella.

Suspiró de nuevo, aliviada, aunque sabía que no estaría a salvo hasta llegar a su casa. Caminó más rápido y giró por un callejón que, a pesar de parecer aterrador, se trataba de un pequeño atajo que Emma conocía muy bien y que la conduciría directamente a una de las calles principales de la ciudad; una más iluminada y con mayor afluencia de gente. Sus nervios estaban tan a flor de piel que se asustó del sonido que hacían sus propios zapatos contra los adoquines. «Cálmate. En seguida estarás en casa».

Cuando ya le faltaban escasos metros para salir de aquella callejuela, empezó a marearse. Era como si entrara en una especie de ensoñación, y vio, a modo de espectador, varios fragmentos de lo vivido los últimos días en su cabeza. Se apoyó contra unos contenedores de basura para no perder el equilibro mientras oía a un gato maullar indignado por haberle despertado de su letargo.

Por el rabillo del ojo advirtió como una sombra se abalanzaba sobre ella mientras la luz de la luna llena iluminaba algo que ese ser portaba en su mano derecha. Quiso huir, pero no pudo hacer nada; estaba demasiado cansada.

Lo último que sintió fue un dolor punzante en el corazón, el calor de una lágrima al recorrer su mejilla, y la pena de no volver a ver jamás a su familia.

Los Malditos: Los asesinatos de la Catedral NegraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora