Capítulo 07: Un ojo arrebatado, un futuro negado y un dragón conquistado.

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"El príncipe Aemond y la princesa Visenya eran inseparables desde su niñez. Los dos compartían un vínculo tan fuerte que muchos en la corte susurraban que algún día podrían convertirse en esposos. Sin embargo, ambos sabían que el futuro estaba en manos de los dioses, y el destino en Poniente era tan impredecible como el clima que azotaba los mares de sus tierras.
Aquella tarde, como tantas otras, los dos jóvenes se encontraban bajo el gran árbol que había sido testigo de su amistad a lo largo de los años. Las hojas susurraban con la brisa y el sol, filtrado entre las ramas, jugaba con los reflejos del cabello platinado de Visenya y los mechones oscuros de Aemond. Él descansaba con la cabeza sobre las piernas de la princesa mientras leían en silencio, cada uno sumido en sus pensamientos, cómodos en la presencia del otro.
—¿Sabes, Aemond? —dijo Visenya, rompiendo el silencio—. Lucerys me dijo que soy rara... porque a mí no me gusta bordar, pero sí tejer. No sé por qué le parece extraño. Son cosas distintas.
Aemond dejó escapar una risa breve y, mirándola desde su posición, respondió:
—Bueno, un poco extraño es, sin ánimo de ofender. Yo mismo bordé mejor que tú la primera vez que lo intenté. —Una sonrisa traviesa se dibujó en sus labios—. Pero debo admitir que tejer lo haces de maravilla. Todavía conservo el abrigo que me tejiste.
Visenya sonrió ante la mención de su regalo y bajó la mirada, acariciando con ternura el cabello de Aemond mientras este cerraba los ojos. Ella disfrutaba de aquellos momentos de sinceridad y de la calma que compartían cuando estaban juntos.
—Gracias... Pero sé que no voy a heredar nada —dijo, con un tono más reflexivo—. Quizá eso es lo que haré cuando me case: tejer, para no aburrirme.
Aemond abrió un ojo y la observó con esa mezcla de seriedad y devoción que solo él podía mostrarle.
—Si te casas conmigo, te dejaré montar a  Pentos todos los días si así lo deseas.
Ella se rió suavemente, aunque una leve tristeza se filtró en sus ojos, como si supiera que aquel sueño era demasiado frágil para volverse realidad.
—Tal vez nos casemos... o tal vez no. Solo los dioses lo saben.
Aemond asintió con los ojos cerrados, y una ligera sonrisa se dibujó en sus labios. Su cansancio finalmente lo vencía, y pronto su respiración se hizo más lenta y profunda, quedándose dormido sobre las piernas de Visenya. Pero ella no dejó de hablar, continuando con sus pensamientos como si cada palabra fuera una promesa que se llevaba el viento.
—Quiero volar contigo por el mundo —murmuró Visenya, su voz bajando hasta convertirse en un susurro—. Imagino que pronto tendrás tu dragón, y cuando eso pase, nos escaparemos juntos. Viajaremos por tierras lejanas y misteriosas, comeremos pastelillos en mercados exóticos y viviremos aventuras sin preocupaciones.
Ella dejó escapar una risa ligera que llenó el aire, un sonido tan puro que contrastaba con la habitual seriedad de Aemond. Sin embargo, él no respondió, permaneciendo en un sueño profundo. Visenya lo observó, notando lo sereno que parecía, con las facciones relajadas y una paz que rara vez mostraba cuando estaba despierto.
—Sé que serás un gran guerrero, Aemond —susurró, y con delicadeza dejó que su mano reposara sobre la frente de él—. Todos hablan de tu potencial, y yo también lo sé. —Hizo una pausa, reflexionando sobre el futuro incierto—. Yo también tengo mis habilidades. Puedo tejer y trabajar en otras cosas. Si huimos, no nos faltará nada. Tengo algo de oro guardado... podríamos sobrevivir un par de años.
El sueño la venció poco a poco, mientras observaba el cielo que se oscurecía. En esa tranquilidad compartida, la sombra de su niñez parecía protegerlos de todo mal. Sin embargo, no estaban tan solos como creían.
Desde las galerías del castillo, la reina Alicent los observaba con una mezcla de ternura y preocupación. Había pasado por los jardines y, por casualidad, sus ojos se habían posado en la escena de los dos jóvenes dormidos bajo el árbol. Aquel momento de inocencia le recordó a sus propios hijos cuando eran pequeños, y por un instante, deseó poder protegerlos de las duras realidades que la vida en la corte implicaba.
Antes de que pudiera acercarse, una mano firme se posó en su brazo, deteniendo su avance. Alicent se giró y encontró a su padre, Otto Hightower, que la miraba con la frialdad calculadora que siempre había definido su carácter.
—Debes apartar a esa niña de Aemond —le dijo Otto, su voz baja y autoritaria—. No hay peor cosa para un hombre que enamorarse. Y si esa niña se convierte en la debilidad de tu hijo, pondremos en peligro todo lo que hemos trabajado para conseguir.
Alicent sintió que un nudo se formaba en su pecho, pero no podía contradecir a su padre. Sabía que él tenía razón, que el mundo en el que vivían no dejaba espacio para la inocencia ni los lazos que podrían convertirse en cadenas. Cada movimiento, cada relación, era una pieza en el gran tablero de juego por el poder.
A pesar de ello, una parte de su corazón, más humana y menos calculadora, lamentaba lo que tendría que hacer. Miró una vez más a Aemond y Visenya, tan ajenos a la tormenta que se avecinaba, tan perdidos en un sueño donde las preocupaciones no existían. Recordó los días en los que ella misma había creído que el amor podía ser un refugio, antes de que la política y las alianzas devoraran cada rincón de su vida.
—Entiendo, padre —respondió con voz resignada, apartando la vista de la escena.
Otto Hightower asintió con satisfacción y, sin más palabras, se dio la vuelta, dejando a su hija sumida en un silencio cargado de decisiones difíciles. Alicent sabía que su deber, como madre y reina, era proteger el futuro de su hijo, incluso si eso significaba romper la pureza de un vínculo que podría haber sido hermoso.
Mientras la reina se alejaba, el árbol, testigo mudo de aquel momento, se agitó con el viento, como si presintiera que la paz de los dos jóvenes no duraría mucho. "
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El príncipe Aemond siempre tuvo claros sus dos mayores deseos: convertirse en jinete de dragón y casarse con Visenya. Desde niño, había soñado con conquistar los cielos a lomos de una bestia alada y con tener a su lado a alguien con quien compartir ese destino. No estaba seguro si lo que sentía por Visenya era amor en el sentido más profundo, pero sabía que ella era la única con la que tenía un lazo especial, una conexión que ninguna otra persona en su vida había logrado forjar.
Visenya era, además, la mejor candidata para convertirse en su esposa. Ella y su hermana Helaena eran las únicas mujeres de su edad con sangre de dragón, lo cual era crucial para preservar la pureza de su linaje. Pero Helaena ya estaba comprometida con su hermano Aegon, que, en opinión de Aemond, era un necio incapaz de apreciar la grandeza de su hermana. Así que, en su mente, la elección era clara: Visenya era la única opción adecuada, la más prometedora, y, por encima de todo, la más hermosa.
La joven era conocida como "La Delicia del Reino", un título que se había ganado a pesar de su corta edad. Sus rasgos valyrios, con su cabello platinado y ojos violetas, habían cautivado a muchos, y todos en la corte susurraban sobre la belleza que seguramente florecería aún más en los próximos años, cuando alcanzara la edad adecuada para casarse. Aemond pensaba que, con el tiempo, podría llegar a apreciarla de un modo más profundo, y el hecho de que fueran amigos desde la niñez solo reforzaba su determinación de hacerla su esposa.
Mientras cavilaba sobre esto, Aemond se dirigió a la colina donde la gran Vhagar descansaba, la última dragona de la Conquista y la más poderosa de todas las que aún respiraban. Se decía que solo un verdadero Targaryen, uno digno de la sangre de la antigua Valyria, podía domar a una bestia tan formidable. Y Aemond estaba dispuesto a probar que él era ese Targaryen.
A medida que se acercaba a la imponente criatura, su corazón latía con fuerza, pero sus pasos no titubearon. Se detuvo frente a la inmensa dragona, sintiendo la vibración de su respiración en la tierra bajo sus pies. Intentó trepar por su lomo sin dudar, pero Vhagar, alertada por la presencia del joven, despertó de su letargo. Sus ojos antiguos y sabios lo miraron con una mezcla de desdén e indiferencia, y cuando Aemond volvió a intentarlo, la dragona abrió su gran boca y exhaló un aliento de fuego incipiente, amenazando con convertirlo en cenizas.
—¡Lykirī, Vhagar, dohaeras! —exclamó Aemond con fuerza.
Contra todo pronóstico, las palabras en la lengua de los dragones hicieron efecto. Vhagar cerró su boca y lo observó con mayor interés. El príncipe sintió una chispa de esperanza y, con manos temblorosas pero firmes, logró trepar hasta su lomo. Sin embargo, el desafío no había terminado. Apenas Aemond se aseguró en la silla de montar, Vhagar se sacudió furiosa, agitando sus enormes alas, levantando polvo
Vhagar se elevó en el cielo como una tormenta viva, surcando el horizonte con la gracia de un leviatán de fuego. El viento rugía en los oídos de Aemond mientras se aferraba a la montura, sintiendo la inmensidad del cielo abrirse ante él. Su cuerpo temblaba, no solo por el esfuerzo de mantener el control, sino por la pura emoción de lo que estaba logrando. Después de varios minutos de turbulencia, Vhagar cedió a su voluntad, estabilizándose en el aire, y Aemond soltó un grito de triunfo que se perdió en el viento.
La sensación era indescriptible. Aquel vuelo no solo le daba la libertad de los cielos, sino que también le ofrecía una fuerza que pocos podían reclamar. Ahora era un jinete de dragón, y no de cualquier dragón, sino de la legendaria Vhagar. En ese instante, mientras miraba las tierras de Poniente extenderse como un tapiz bajo él, Aemond sintió que por fin tenía algo que lo hacía digno de Visenya, algo que lo separaba de los demás pretendientes.
El vuelo de Vhagar lo llevó a sobrevolar los mares y las colinas de Driftmark, y durante todo ese tiempo, la idea de que ahora tenía un poder incomparable lo llenó de una renovada determinación. Ahora que tenía a Vhagar, ningún otro pretendiente podría competir con él. No solo era un príncipe con sangre de dragón; era un jinete de la bestia más temida de los cielos. Y con ese poder, Aemond pensaba que podría ofrecerle a Visenya un destino distinto al que los dioses hubieran trazado para ellos.
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El príncipe Aemond descendió de Vhagar con una sonrisa de satisfacción aún dibujada en su rostro. Sin embargo, su felicidad se desvaneció rápidamente al ver a Jacaerys, Lucerys, Baela y Rhaena esperándolo. Sus rostros mostraban la indignación que sentían por el hecho de que Aemond hubiera reclamado a Vhagar durante el funeral de su madre, Laena. Aemond agradeció que Visenya no estuviera presente en ese momento, pues sabía que explicarle sus razones sería más difícil.
—¡Esa dragona es mía! —gritó Rhaena, dando un paso al frente —. ¡Vhagar me pertenece!
Aemond la miró con un gesto de fría indiferencia, la arrogancia reflejada en cada línea de su rostro. Mantuvo la compostura, enfrentando a sus primos con una mirada desdeñosa.
—Es tarde, La he reclamado, ahora Vhagar es mía —dijo, dejando que una sonrisa burlona se formara en sus labios—. Pero tal vez podrías pedirles a nuestros sobrinos. Seguro que te encontrarán un cerdo para que puedas volar.
El comentario fue la gota que colmó el vaso. Sin pensarlo, Baela, se lanzó hacia Aemond, golpeándolo en el rostro con toda la fuerza que pudo reunir. Pero Aemond no se quedó de brazos cruzados. Empujó a Baela bruscamente, y su acción desató una furiosa pelea entre él y los cuatro jóvenes que lo rodeaban.
Jacaerys y Lucerys atacaron a Aemond, tratando de derribarlo, mientras Baela y Rhaena se unían a la lucha con la rabia de quienes defendían el honor de su madre. Aemond, aunque superado en número, se defendía con la destreza que había aprendido en los entrenamientos, arrojando golpes con una furia contenida por años de desprecio y resentimiento.
—¡Morirán gritando, igual que tu padre! —gritó Aemond, su voz cargada de odio, mientras ahorcaba a  Lucerys. Pero no se detuvo ahí—. ¡Bastardos!
El insulto fue como una chispa en un barril de pólvora.
—¡Mi padre está vivo!
Aemond esbozó una sonrisa cruel, saboreando la herida que había infligido con sus palabras, y respondió con una burla que retorció el cuchillo aún más profundo:
—Él no lo sabe, ¿verdad? *Lord Strong*.
Las palabras de Aemond encendieron la ira de Jacaerys, que, sin pensarlo, sacó una daga de su cinturón y se lanzó contra su tío.
Aemond logró derribar a Jacaerys al suelo, desarmándolo con un rápido movimiento. Se inclinó, recogió una piedra y la levantó sobre su cabeza, dispuesto a golpearlo, cuando Lucerys, impulsado por la desesperación, agarró la daga que había caído y la lanzó con toda su fuerza hacia Aemond, rasgándole el rostro en un corte profundo que cruzó su ojo .
El grito de Aemond llenó la noche, un sonido de agonía que resonó . Cayó de rodillas, presionando su mano contra la herida sangrante mientras la sangre corría por su rostro y se mezclaba con la arena. Los demás lo miraban, sus pechos subiendo y bajando por la adrenalina y el miedo, pero ninguno podía apartar la vista de la escena que acababan de provocar.
Aemond ganó un dragón, pero el precio fue alto: perdió un ojo. Su victoria y su pérdida se entrelazaron en una única noche, marcando un momento decisivo que definiría su futuro y el de la familia Targaryen. Se dice que ese fue el instante en que los dragones empezaron a danzar.

Legado Targaryen: Coronas Merecidas, Destinos NegadosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora