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Esa mañana, Ana se despertó sintiendo el peso de las palabras que se había dicho a sí misma la noche anterior. "Voy a encontrar la felicidad, aunque sea en medio de todo este caos." La frase había resonado en su mente mientras se quedaba dormida, pero ahora, con la luz del día llenando la habitación, esa determinación parecía algo borrosa, casi irreal.

Se levantó lentamente, permitiendo que el silencio del amanecer la envolviera. Sabía que debía enfrentarse a la realidad, que ese propósito que había susurrado no podía quedar solo en palabras vacías. Pero la pregunta seguía sin respuesta: ¿Cómo?

Desayunó sin prisa, recordando la conversación con Clara del día anterior. Sus palabras aún se sentían frescas, y la claridad con la que había hablado sobre la felicidad como una construcción le daba vueltas en la cabeza. Tal vez, pensó Ana, si no podía hallar la felicidad de golpe, podía empezar a construirla en pequeñas acciones.

Sin embargo, a medida que avanzaba la mañana, la sombra de la duda empezó a envolverla de nuevo. Los pensamientos oscuros que había intentado ignorar regresaron, como viejos fantasmas que se negaban a desaparecer. ¿Realmente podía cambiar? ¿O solo estaba engañándose una vez más? La línea entre lo que deseaba y lo que era capaz de hacer seguía siendo borrosa.

Más tarde, decidió salir a caminar para despejarse. Mientras caminaba por las calles de su vecindario, se dio cuenta de que su percepción de las cosas había cambiado. Miraba a las personas pasar, y en cada rostro podía imaginar historias, luchas similares a las suyas, escondidas detrás de sonrisas y miradas distraídas. Se preguntó cuántos de ellos, como ella, también llevaban máscaras que ocultaban sus miedos y deseos insatisfechos.

Finalmente, llegó a un parque donde solía ir de niña con sus padres. Se sentó en un banco cerca de una fuente, observando cómo el agua caía en un flujo constante. Allí, rodeada por el murmullo del agua y los susurros del viento entre los árboles, se permitió bajar la guardia. Cerró los ojos y respiró profundamente, intentando encontrar un momento de paz en medio de la tormenta de su mente.

Al abrir los ojos, notó a un hombre mayor sentado en un banco cercano. Tenía un cuaderno en sus manos y una expresión serena mientras escribía. Ana lo observó por unos minutos, sintiendo una extraña curiosidad. Había algo en su tranquilidad que le resultaba intrigante.

El hombre levantó la vista, notando la mirada de Ana, y le dedicó una sonrisa amable.

—Es un lugar hermoso para escribir, ¿verdad? —comentó él, rompiendo el silencio.

Ana asintió, algo incómoda, pero sintió el impulso de responder.

—Sí, supongo que la tranquilidad ayuda a aclarar la mente.

El hombre la miró con un interés genuino.

—A veces, la paz está en la mente, no en el lugar. Aunque el entorno ayuda, claro. —Hizo una pausa, como si evaluara algo en sus palabras—. No quiero ser indiscreto, pero pareces estar cargando algo pesado.

La sinceridad de su comentario sorprendió a Ana. No sabía cómo responder, pero algo en ella decidió abrirse, tal vez porque era un desconocido, alguien que no la juzgaría ni la conocería más allá de ese momento.

—Estoy… tratando de encontrar algo de paz. Buscando algo que no sé si existe, o si soy capaz de encontrar —admitió, sintiendo que cada palabra era como un peso que soltaba.

El hombre asintió, como si entendiera perfectamente.

—La felicidad, supongo. Todos la buscamos, pero a veces creemos que es un destino, cuando en realidad es un camino que se construye. A veces es aceptar lo que somos, nuestras luces y nuestras sombras.

Ana lo miró, sorprendida de escuchar esas palabras que tanto le resonaban. ¿Cuántas veces se había dicho a sí misma que debía aceptar su realidad y sus emociones, pero sin realmente comprender lo que significaba?

—¿Y cómo… cómo se construye? —preguntó, dejando que la vulnerabilidad se mostrara en su voz.

El hombre sonrió, reflexivo.

—Con paciencia y con verdad. Al principio, puede parecer que estás en un lugar oscuro, porque empezar a ser sincero con uno mismo es doloroso. Pero en la honestidad, por cruda que sea, está el primer paso hacia la paz. —Cerró el cuaderno y lo guardó en su bolso—. Y recuerda, las mentiras solo crean una felicidad frágil. Pero la verdad… la verdad es una roca, aunque duela, aunque pese. Te sostendrá cuando todo lo demás se derrumbe.

Ana escuchó en silencio, asimilando cada palabra. Sentía una mezcla de tristeza y alivio, como si esas palabras la empujaran a una encrucijada que ya no podía ignorar. Agradeció al hombre con una sonrisa suave, y cuando él se levantó y se fue, Ana permaneció allí, mirando el agua de la fuente caer sin cesar.

Al regresar a su departamento, decidió hacer algo diferente. Tomó un cuaderno y, en sus páginas en blanco, comenzó a escribir. No intentó embellecer sus pensamientos ni disfrazarlos de algo que no eran. Solo dejó fluir lo que sentía, sin filtro, sin juzgarse.

Escribió sobre su soledad, sobre el vacío que sentía al despertar cada mañana, sobre la presión de sonreír cuando por dentro se sentía rota. Escribió sobre sus miedos, sus dudas, y el agotamiento de tratar de mantenerse a flote en medio de la incertidumbre.

Las palabras llenaron varias páginas, y, cuando terminó, Ana sintió un alivio tenue, como si una pequeña parte de su carga se hubiera aligerado. Quizá, después de todo, el camino a la felicidad no se trataba de buscar una imagen perfecta, sino de aprender a sostenerse en medio de las imperfecciones.

Esa noche, al mirarse en el espejo, no susurró una mentira para convencerse de que estaba bien. En cambio, se prometió a sí misma algo simple pero honesto:

—Voy a intentar ser fiel a lo que siento, sin esconderme.

No sabía a dónde la llevaría esa decisión, pero, por primera vez, la incertidumbre no le parecía tan aterradora.

la búsqueda infinita de la felicidad Donde viven las historias. Descúbrelo ahora