Los días siguientes a su conversación con Clara se desarrollaron como en un sueño ligero, una serie de pequeños momentos que Ana trataba de saborear en lugar de dejar pasar sin notar. Aunque la tristeza aún pesaba, ese peso ahora compartido se sentía un poco menos opresivo. Sin embargo, la sombra de la desesperanza seguía allí, como una presencia silenciosa a su lado, esperando el momento adecuado para envolverla de nuevo.
Ana comenzó a observar su rutina con otros ojos, tratando de encontrar fragmentos de felicidad en cada acción, como si fuera un juego de pistas. Por primera vez en meses, abrió las ventanas de su habitación, dejando que el aire fresco y el ruido de la calle llenaran el espacio. Notó cómo las hojas del árbol frente a su edificio se agitaban suavemente con el viento y se quedó unos minutos observándolas, sintiendo una conexión fugaz con ese pequeño detalle.
Sin embargo, esta "búsqueda de la felicidad" no era tan sencilla como había pensado. Pronto, la rutina diaria comenzó a asfixiarla de nuevo. Se dio cuenta de que, aunque intentaba valorar los pequeños momentos, algo dentro de ella resistía esa paz efímera, saboteando cada intento de encontrar un mínimo de serenidad. Una parte de sí misma insistía en recordar que esos momentos no eran suficientes, que no llenaban el vacío que llevaba consigo.
Una tarde, después de regresar del trabajo, Ana se detuvo frente al espejo del baño y se miró fijamente. Su reflejo le devolvía una mirada cansada, unas ojeras que delataban noches en vela y una expresión de insatisfacción que le resultaba extrañamente ajena, como si estuviera viendo a una desconocida.
Se preguntó cuánto tiempo podría continuar así, atrapada en una vida que parecía pasar sin esperar que ella la alcanzara. Su mente comenzó a llenarse de pensamientos de escape, fantasías de abandonar todo y empezar de nuevo en algún lugar lejano donde nadie la conociera. Pero sabía que, por más lejos que huyera, sus pensamientos y sus emociones la seguirían como una sombra.
Esa noche, decidió salir a caminar, con la esperanza de despejar su mente. Mientras recorría las calles de su vecindario, su mente no paraba de girar alrededor de la misma idea: ¿qué estaba haciendo mal? ¿Por qué el vacío seguía allí, a pesar de sus intentos de llenarlo con momentos de paz y esperanza?
Se detuvo frente a un parque iluminado por farolas amarillas y se sentó en un banco, observando a un grupo de niños jugando en los columpios bajo la vigilancia de sus padres. Los gritos y risas de los pequeños parecían venir de un mundo completamente distinto al suyo, un lugar donde la felicidad no era algo que se buscaba desesperadamente, sino algo que se vivía sin esfuerzo.
—¿Por qué no puedo ser como ellos? —se preguntó en voz baja, sintiendo cómo la tristeza la invadía de nuevo.
En ese momento, una figura familiar apareció a lo lejos. Era Clara, quien también parecía haber salido a dar un paseo. Al ver a Ana, se acercó con una sonrisa sorpresa.
—Ana, ¿todo bien? No esperaba encontrarte aquí a esta hora —dijo, sentándose junto a ella.
Ana la miró, sintiendo una mezcla de alivio y vergüenza. Había sido Clara quien la había alentado a encontrar esos pequeños momentos de paz, pero ahora no podía evitar sentir que le había fallado, que su esfuerzo había sido en vano.
—No lo sé, Clara… Pensé que estaba avanzando, que encontraría algo de paz si me enfocaba en lo positivo. Pero… —hizo una pausa, buscando las palabras adecuadas—. Es como si algo dentro de mí se negara a aceptar la felicidad. Como si estuviera condenada a esta insatisfacción eterna.
Clara le sostuvo la mirada, seria pero comprensiva.
—Ana, no es fácil cambiar años de patrones de pensamiento. Estás haciendo lo mejor que puedes, y eso ya es un logro. No te castigues por no sentirte bien de inmediato. A veces, encontrar la paz es un proceso lento, y cada paso cuenta, aunque parezca insignificante.
Ana sintió un nudo en la garganta y apartó la mirada, intentando no derrumbarse. Sabía que Clara tenía razón, pero escuchar esas palabras no aliviaba el vacío que sentía, ese sentimiento de estar atrapada en un ciclo sin fin.
—¿Y si nunca logro sentirme bien? —preguntó, su voz apenas un susurro—. ¿Y si la felicidad es algo que no está destinado para mí?
Clara suspiró y le tomó la mano.
—La felicidad no es un estado permanente, Ana. Esos niños que ves riendo también tendrán momentos de tristeza algún día. Lo importante es aprender a vivir con ambas cosas, a encontrar equilibrio entre la luz y la oscuridad.
Ana asintió lentamente, tratando de asimilar sus palabras. Quizás había estado viendo la felicidad como un destino, cuando en realidad era un proceso, un viaje lleno de altibajos. Tal vez, no era cuestión de encontrar una solución definitiva, sino de aprender a convivir con las emociones contradictorias que llevaba dentro.
Después de un rato en silencio, ambas se levantaron y comenzaron a caminar juntas, en dirección a sus casas. Ana no se sentía completamente bien, pero la compañía de Clara le daba un consuelo tenue, un recordatorio de que, incluso en la oscuridad, no estaba sola.
Al despedirse, Clara le dio un abrazo largo y le susurró:
—No tienes que enfrentar todo esto sola, Ana. Siempre estaré aquí para acompañarte, incluso si no tienes todas las respuestas.
Esa noche, de regreso en su habitación, Ana se dio cuenta de que aún le quedaba mucho camino por recorrer. Pero, por primera vez, comenzó a aceptar que tal vez no estaba buscando un final feliz, sino la fortaleza para vivir plenamente, a pesar de las sombras.
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la búsqueda infinita de la felicidad
Roman pour AdolescentsAna ha pasado gran parte de su vida buscando una felicidad que siempre parece estar fuera de su alcance. Atrapada entre el dolor de su pasado y la desesperación de su presente, se siente perdida en un mundo que no parece tener lugar para ella. Su me...