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No sabía por qué razón había aceptado ir con aquel chico que apenas conocía. Quizás fue la sonrisa ladina de Duxo o el brillo intrigante en sus ojos bajo la luz tenue de la taberna, pero cuando sintió la delicada mano de él entrelazar sus dedos, todo pensamiento quedó en silencio. Aquel tacto bastó para que Estailus se olvidara del mundo a su alrededor, su atención absorbida por la figura estilizada y fascinante del pelinegro, quien parecía brillar bajo la pálida luz de la luna como si ella misma le estuviera rindiendo tributo.

Mientras caminaban juntos, Estailus no pudo evitar acariciar aquella mano, sorprendiéndose por su suavidad. No había rastro de las asperezas que los hombres del mar llevaban como cicatrices del oficio, ni callos de herramientas o velas, solo una piel tan delicada como la de alguien que jamás había conocido el peso del trabajo. Sus uñas pulcras, ligeramente largas, y esos delgados dedos le hicieron pensar que quizá Duxo no era como ningún otro hombre que hubiera conocido. Una inesperada calidez se instaló en sus mejillas, y con un carraspeo, trató de apartar el rubor, aunque en su interior deseaba seguir conociendo más de esa figura enigmática.

Duxo, por su parte, disfrutaba de aquel instante, una sensación familiar y desconocida al mismo tiempo recorriéndole el cuerpo. No era la primera vez que su curiosidad lo guiaba hacia un chico en sus escapadas al mundo humano. Divertirse con almas incautas era su capricho favorito, pero el castaño de la máscara despertaba en él algo más profundo que un simple juego. Era como una llama cálida e intrigante, diferente a cualquier otra atracción pasajera. Aún así, Duxo era cambiante y misterioso, tan impredecible y despiadado como una tormenta oceánica, y dudaba si esta vez el mar tendría misericordia de un pirata que ya se encontraba a merced de las olas.

Sin pronunciar palabra, ambos avanzaron por las calles angostas del pueblo, dejando atrás el bullicio y el resplandor del bar. Apenas escucharon el primer murmullo de las olas en la costa, la expresión de Duxo se iluminó y, con una sonrisa traviesa, apretó con fuerza la mano de Estailus antes de echarse a correr hacia la orilla. La sorpresa sacudió al capitán, quien apenas logró seguir el paso.

—¿Podrías al menos avisar? Casi me caigo —dijo Estailus entre jadeos, intentando seguirle el ritmo.

—Eso no sería tan divertido, ¿sabes? —respondió Duxo con una carcajada cristalina que hizo estremecer a Estailus, quien sintió cómo su corazón latía con una fuerza desconocida al escuchar esa risa.

Finalmente, la brisa marina los envolvió, llenando sus pulmones del aroma salado y refrescante. Ambos suspiraron al unísono al sentir el toque de la costa, y por un breve instante, solo existieron el mar y el cielo nocturno, su inmensidad envolviendo a los dos.

—El mar es todo un encanto —murmuró Duxo, deteniéndose justo antes de que las olas mojadas rozaran sus pies. Aún mantenía su mano unida a la del capitán, sin intención de soltarlo.

—No tanto como tú —susurró Estailus, y su mirada vagó por el perfil perfecto del otro, observando con deleite cómo la luna acariciaba cada curva de su rostro.

Cuántas noches te esperé, tú eres el elegido, tal vez. Solo un beso tuyo me dará la vida que el océano nunca pudo ofrecerme

Al ver el brillo de la luna reflejado en los ojos de Duxo, entendió que, por primera vez, quizá ese mar despiadado podría albergar algo de compasión.

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Duxo sonrió juguetón, dejando escapar una risa suave y contenida. Le resultaba curioso que Estailus lo comparara con el océano, cuando no había criatura en la faz de la tierra más similar a ese vasto e impredecible abismo que él mismo. Su esencia era como el mar: salvaje, libre, imposible de encerrar. Sus oscuros ojos brillaron con un peculiar destello azulado, indicio de la posesión que empezaba a aflorar en su interior a causa del joven pirata. Duxo siempre había querido lo mejor que el mundo podía ofrecerle: lo más radiante, lo más codiciado. Y ahora, en esa noche serena, Estailus era, sin duda, lo más valioso que había cruzado su camino.

—Ow, eres tan dulce —dijo Duxo con un dejo de diversión en su voz. Lentamente, soltó la mano de Estailus para dejar que sus dedos recorrieran, con la suavidad de una brisa nocturna, algunos mechones rebeldes del cabello que sobresalían de la máscara de kitsune.

El pirata agradeció en silencio la máscara que cubría la mayor parte de su rostro, pues de otro modo, Duxo habría notado el intenso rubor que teñía sus mejillas. Podía sentir el calor extendiéndose en su piel, un calor desconocido y, sin embargo, tentador. Estailus nunca había sentido su propio pulso latir de esa forma por alguien; siempre mantenía el control de sus emociones, siempre sabía cómo actuar, siempre imponía su porte imponente y respetado ante los demás. Por algo había conseguido el título de capitán a tan temprana edad, respetado por aquellos con más experiencia en el océano que él. Pero, en ese instante, sentía que todo ese temple se derretía bajo el toque y la mirada de Duxo.

—Siento que podría ver tu rostro todos los días, a todas horas, sin cansarme —susurró finalmente, sus palabras tímidas, como una confesión secreta al propio viento. Al pronunciarlas, sintió una extraña vulnerabilidad y, al mismo tiempo, una emoción embriagadora. Sus propios latidos retumbaban en sus oídos, como el compás de un tambor que solo él podía escuchar.

Duxo lo observó, y por un instante, el azul de sus ojos pareció adquirir un tono más profundo. —Y yo siento que podría tenerte siempre a mi lado, solo para mí —respondió, aunque incluso él dudaba de sus propias palabras. Sabía que eventualmente, el deseo de libertad y dominio sobre el océano lo llamarían de vuelta. Por más fuerte que pudiera parecer el vínculo que comenzaba a entrelazarse con el joven pirata, algo en él le advertía que aquella atracción era solo otra ola que terminaría por disolverse en la marea.

Estailus esbozó una sonrisa tranquila y, sin decir más, se dejó caer sobre la arena húmeda, sentándose mientras contemplaba el horizonte nocturno. —¿Sabes? La luna se ve hermosa reflejada en el mar, y creo que es la primera vez en mucho tiempo que veo las olas tan calmadas —susurró, sus palabras impregnadas de una melancolía suave, como si hablara a la propia luna o al océano mismo.

Duxo lo miró con interés antes de sentarse a su lado. Con movimientos ligeros, dobló una de sus piernas y la abrazó, como si aquel gesto le otorgara un poco de estabilidad en medio de la paz que lo rodeaba. —Parece que conoces al mar... ¿Por qué crees que las aguas están así de tranquilas? —preguntó, sin apartar la vista de Estailus. Había algo en la curiosidad que sentía hacia él que superaba cualquier atracción pasajera; estaba genuinamente intrigado por la respuesta del joven pirata, aunque, en el fondo, sabía que incluso para él, aquella paz también era un misterio.

Estailus desvió la vista hacia el horizonte, observando cómo las olas reflejaban la tenue luz lunar y parecían brillar como un manto de estrellas sobre el agua. —Quizá el mar reconoce a los suyos —murmuró. Sus palabras eran vagas, casi filosóficas, como si hablara tanto para Duxo como para sí mismo. —O quizá... sabe que esta calma podría ser la última antes de la tormenta.

♫Hear my voice sing with the tide♫

Sombras en el OcéanoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora