Dime que estas bien

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Las casas de Tlaxtli lucían resplandecientes en aquella tarde. El aroma a incienso flotaba en el aire, mezclado con el sutil calor de velas encendidas y el perfume de las flores de cempasúchil, de un intenso color anaranjado. Estas flores, de pétalos amplios y vibrantes, parecían encenderse al sol, ondeando al viento como un saludo para los fieles difuntos que pronto visitarían a sus seres queridos. Sus pétalos, gruesos y carnosos, exhalaban un aroma terroso y dulce que envolvía cada rincón de la aldea como un abrazo a la memoria de aquellos que ya no estaban.

—¿De qué falleció mi tío Aarón? —preguntó Adrián con curiosidad, señalando el retrato hecho a mano de un hombre sonriente y de mirada serena.

—De una enfermedad... Proveniente de un perro—respondió su padre con un suspiro, mientras terminaba de acomodar las ofrendas.

Frente a ellos se erigía el altar, un impresionante conjunto de siete niveles, cada uno cubierto con una tela de diferentes colores, símbolo de las etapas que las almas debían atravesar. En él había un espejo, inciensos, y ofrendas de maíz, frutas frescas y atole, todos dispuestos con una belleza ritual. Los colores vivos contrastaban con la calidez de las ofrendas, y entre las figuras de barro y calaveras de obsidiana, se alzaban las decoraciones en honor a Mictecacíhuatl, la diosa que guiaba a las almas en el Mictlán.

—Pero... está ahí —insistió Adrián, señalando el lugar donde sentía la presencia de su tío Aarón.

Su hermana mayor, Yaretzi, sonrió suavemente y le tendió la mano para sacarlo del ensueño.

—Ven, ayúdame a conseguir más cempasúchil —dijo, y lo tomó sutilmente de la mano mientras se dirigían fuera de la casa.

A medida que caminaban, podían ver que varios vecinos también preparaban altares para sus familiares difuntos. La brisa fría del invierno agitaba las telas de los atuendos, largas túnicas y mantos de algodón bordados a mano, decorados con plumas y cintas. Cada hogar estaba impregnado con la misma calidez de sus altares, donde la familia y el recuerdo compartían un momento sagrado.

—Mira, Don Alfredo tiene más —dijo Yaretzi, señalando al otro lado de la plaza.

La plaza central estaba adornada con más cempasúchil; la flor anaranjada cubría los caminos y los altares como una alfombra cálida. Algunos músicos tocaban suavemente, mientras las familias se reunían para celebrar. En un descuido de Yaretzi, Adrián se escabulló entre la multitud, dejando que su curiosidad lo guiara. Se separó un momento de su hermana, divisando a su amigo Matlal, quien cargaba un ramo de cempasúchil tan grande que apenas podía con él.

Decidido a no ser descubierto, Adrián troto hacia él, vigilando que su hermana no lo siguiera. Matlal giró hacia la parte trasera de su casa, y Adrián lo siguió a escondidas hasta un patio donde la calidez de las velas y las flores lo envolvieron de inmediato. El aroma a cempasúchil lo cubría como un abrazo al alma, suave y acogedor.


Un amor que trasciende. Una historia de. Sexto Amanecer:OrigenesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora