Capítulo 1: Esos ojos.

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San Sebastián...Simplemente nombrarla me llena de una nostalgia dulce y profunda.  Han pasado meses desde que mi corazón se regocijó con la belleza de esa ciudad, meses que han estado llenos de trabajo intenso, de momentos de profunda satisfacción y también de una tristeza que me oprime el pecho.

Tres días en el Hospital Middlesex de Londres.  Vi la fragilidad de la vida, la lucha contra la enfermedad en niños, adolescentes y adultos.  Allí, más que nunca, sentí el peso del legado de mi madre, su incansable lucha por el bienestar emocional, su dedicación a las organizaciones de salud mental y a las fundaciones que protegen a los niños más vulnerables.  Desde que cumplí diecinueve años, he tratado de continuar su obra, de honrar su memoria con cada acción, con cada donación.  Es una responsabilidad que llevo con orgullo y con un profundo compromiso.

Luchar contra el uso de minas terrestres, defender los derechos humanos...  Son batallas que me recuerdan el trabajo de mi madre en Angola, una mujer que me enseñó la importancia de la empatía, la valentía y la perseverancia.  De mi padre, heredé el orgullo de mis raíces egipcias, ese anhelo de tender puentes entre culturas, de unir corazones en lugar de dividirlos.  Dicen que he heredado la empatía de mi madre y la visión de mi padre.  Quizás sea cierto.

Pero mi corazón se divide.  Mientras trabajo para proteger a los niños, para defender los derechos humanos, también siento la urgencia de ayudar a quienes sufren las consecuencias devastadoras del cambio climático.  Florida, Barcelona, Argentina, India, Tailandia...  Las imágenes de la devastación, del sufrimiento humano, me persiguen.  Mi dinero va a las recaudaciones, a los fondos de ayuda, pero no es suficiente.  Hay momentos en que siento que mi corazón se detiene, que no puedo hacer lo suficiente para salvar vidas, para aliviar el dolor.  Solo puedo ofrecer un lugar seguro, comida, ropa, y sobre todo, esperanza. 

La esperanza de que no todo está perdido, de que aún podemos hacer la diferencia.  Esa esperanza es lo que me mantiene en marcha, lo que me impulsa a seguir luchando, un día a la vez.

El día se presenta con condiciones meteorológicas óptimas: insolación abundante, brisa fresca y cielo despejado con nubosidad dispersa.  Observo el entorno con satisfacción. 

—Estamos llegando.—, anuncia Taylor, mi asistente personal, cuya función abarca la gestión de mi agenda, la coordinación de eventos y la supervisión del cumplimiento de mis compromisos.

Sus ojos se dirigen a su dispositivo móvil; presumo que verificará la presencia de medios de comunicación en el hotel. Las vías urbanas presentan un tráfico inusualmente fluido en esta área.

Recibí, de manera inesperada pero profundamente significativa, una invitación para la presentación de La sociedad de la nieve.  El equipo de producción, reconociendo el legado de mi padre, y su ferviente compromiso con producciones cinematográficas de alto valor narrativo y humano, me ha extendido esta deferencia.  Considero esta invitación no solo como un homenaje póstumo a su contribución al cine, sino también como una oportunidad para honrar su incansable dedicación a la cinematografía de calidad.  Mi participación en este evento trasciende lo protocolario; representa un acto de reverencia a la memoria de un padre cuya pasión cinematográfica ha impregnado mi ser.

Procedo a revisar las correcciones editoriales realizadas por mi director de comunicación al borrador de mi discurso.  Mi rol como coordinadora de proyectos benéficos implica la supervisión de las causas y organizaciones que patrocinamos, administrando las donaciones y actividades filantrópicas. 

—Mi asesor diplomático me alertó sobre la conmoción social generada por los acontecimientos en la cordillera.—, recuerdo. La evocación de mi primera exposición a esta historia me sumerge en un torbellino de emociones.
El fin de semana en que la escuché fue caótico; una experiencia que osciló entre la indignación y la admiración.

𝑭𝑳𝑨𝑾𝑳𝑬𝑺𝑺 | Enzo VogrincicDonde viven las historias. Descúbrelo ahora