Narra Juliana
5 años atras.
Salí de la sala del tribunal sin mirar atrás, sintiendo el peso del último "sí" que había pronunciado. Era nuestro divorcio, la última página de un capítulo que alguna vez imaginé sin fin. "Hasta aquí", decía la sentencia, como si fuera tan sencillo poner un punto final a años compartidos, a promesas y a ese sentimiento que me había llevado a creer en él.
Diego me alcanzó en la salida. Su rostro estaba serio, y aunque trataba de no mostrarlo, noté en sus ojos un dejo de nostalgia. Me miró de una manera que no sabría describir, una mezcla de resentimiento y resignación.
—Quiero que te quedes con la casa —me dijo, sin siquiera intentar suavizar sus palabras—. Es lo que acordamos, y creo que lo mejor es que la conserves tú. Pero no quiero verte más, Juliana. Haz tu vida, busca lo que te haga feliz, si es que eso existe. Pero lo nuestro... lo nuestro se acabó hace mucho tiempo.
Tragué en seco. Asentí sin decir nada, sintiendo cómo un vacío se expandía en mi pecho. Agradecimientos, disculpas, reproches... Ninguna de esas palabras me salía. Solo asentí, aceptando esa despedida sin alma. Y me quedé viendo cómo se alejaba, cómo se perdía en el bullicio de la calle, con una frialdad que jamás había creído que él fuera capaz de mostrarme.
Me quedé con la casa. Era lo único que quedaba de esa vida compartida, aunque pronto dejó de ser un hogar y se convirtió en un eco amargo de lo que alguna vez fue. Cada rincón parecía hablarme de él: el sillón donde pasábamos tardes hablando, la cocina donde planeábamos juntos nuestras cenas, el espacio vacío en la cama que había quedado después de tantas noches compartidas. No sabía qué hacer con esos recuerdos, así que simplemente me encerré en mi rutina. Convertí mi vida en una lista de tareas, en un intento de no pensar, de no sentir, de hacer como si todo ese amor nunca hubiera existido.
Pero algo en mí cambió ese día. Diego no solo se llevó el anillo, se llevó mi capacidad de creer en el amor, de creer en alguien más. Si él, alguien con quien había compartido tanto, era capaz de despedirse con esa frialdad, ¿qué me garantizaba que el amor no era solo una ilusión, un espejismo que se desvanece en cuanto tocas la realidad?
Esa casa, esos recuerdos, y esa herida me acompañaron durante años. Me refugié en mi trabajo, en mi independencia, y me prometí a mí misma que no volvería a depender de nadie. Si algo tenía que estar bajo control, sería mi propio corazón. Y lo logré, al menos por un tiempo.
Después del divorcio, sentí como si finalmente pudiera respirar, aunque no tenía del todo claro qué hacer con esa libertad. No estaba acostumbrada a verme sin etiquetas, sin deberes de alguien hacia mí, ni expectativas que llenar. Era simplemente Juliana, flotando en un mundo que todavía me parecía extraño. Decidí que, esta vez, iba a vivir de forma diferente, sin planearlo todo, sin etiquetar cada paso.
Fue en una de esas noches de aventura que decidí probar algo nuevo. Me adentré en una discoteca gay, llena de luces de neón y música que hacía vibrar el suelo. El lugar estaba lleno de gente bailando, riendo, y cada rincón parecía un nuevo mundo. Me sumergí en esa energía, dejándome llevar, como si todo ese espacio me diera permiso de olvidar el pasado.
Entre la multitud, la vi. Elena. Tenía una risa contagiosa, su pelo era una cascada oscura que se movía con ella en la pista de baile, y una confianza en sí misma que parecía iluminar la sala. Me atrajo de inmediato, sin que pudiera explicar por qué. No éramos las únicas bailando, pero fue como si el espacio se redujera entre nosotras y el resto desapareciera.
Elena notó mi mirada y, sin vacilar, me sonrió y se acercó. —¿Primera vez aquí? —me dijo, y aunque había ruidos por todas partes, su voz se sintió clara y cercana. Asentí, sintiendo la intensidad de su presencia tan de cerca.