Narra Juliana
Después de un buen rato, me llamó desde su lugar, tímidamente:
—Maestra... no logro entender algunas cosas.
No pude evitar sonreír mientras me acercaba. Sabía que le costaba dejar de lado esa formalidad, era parte de lo que la hacía tan encantadora.
—Ya te dije que fuera de la universidad puedes tutearme —le recordé.
—Sí, pero estoy haciendo tarea y creo que lo correcto es decirle así... —replicó con esa seriedad que tanto me gustaba.
Decidí seguirle el juego. Me senté frente a ella, disfrutando del pequeño desafío que proponía con su formalidad.
—¿Qué es lo que no entendió, señorita Carvajal? —pregunté con una sonrisa juguetona.
Empezó a cuestionarme sobre el fenómeno de las brujas, su historia y la crueldad de los juicios. Respondí como lo haría en una clase, pero con una proximidad y un tono que guardaba sólo para ella, consciente de cada palabra que salía de mi boca. La forma en que me miraba, con esos ojos llenos de curiosidad, me dejaba sin aliento.
En algún momento, al hablar de la persecución de las mujeres, Valentina se quedó en silencio, pensativa. Entonces, me miró y dijo:
—Yo no hubiera permitido que le hicieran daño.
Esas palabras me atravesaron el alma. Era un tipo de protección que no esperaba, viniendo de alguien tan joven. No puedo evitar tomar su mano y acariciar suavemente su piel.
—Eres muy dulce —le dije, dejando escapar una sonrisa.
El momento era tan íntimo que no quería romperlo. La dejé seguir con su tarea, observando cada movimiento. Cuando finalmente terminó, me extendí el trabajo, y yo lo revisé con atención. No había nada que tachar. Me sorprendió la calidad de su análisis. Tomé mi bolígrafo rojo, y sin pensarlo, escribí en la esquina: "10/10, excelente" junto con un pequeño corazón.
—Muy buen trabajo, señorita Carvajal.
Su sonrisa me iluminó el día, como siempre lo hacía.
—Gracias a usted, maestra.
Cuando la vi levantarse para estirar las piernas, le pedí algo que me costaba, pero que deseaba más que nada.
—Ahora que ya acabaste... no más maestra, por favor.
—Como tú ordenes, Juliana —me respondió, y mi nombre en sus labios fue como una caricia para mi alma.
Le propuse ver una película, y cuando aceptó, me llené de felicidad. Nos dirigimos al salón y elegí Pearl Harbor , una de mis favoritas. Durante la película, vi sus ojos llenarse de lágrimas, y cuando se apoyó en mi hombro, sentí que el mundo se detenía. Era un momento de vulnerabilidad compartida, y me conmovió hasta lo más profundo.
Al terminar, le preguntó si le había gustado, aunque su expresión ya me lo decía todo. Me acerqué para abrazarla, y ella se hundió en mi cuello. Su susurro casi me hizo llorar también:
—Hace mucho que no me sentía tan bien. Gracias por todo lo que hiciste hasta ahora.
Sentí un nudo en la garganta. Tomé sus manos y le prometí:
—Aquí estoy para ti... siempre que me necesites.
Valentina empezó a llorar, y yo la rodeé con mis brazos, sosteniéndola hasta que sus lágrimas se secaron. No sé cuánto tiempo estuvimos así, pero no quería soltarla.
— ¿Tienes hambre? Vamos a preparar algo delicioso.
La llevé a la cocina, buscando distraerla con algo divertido. Me confesó que no sabía cocinar, así que le propuse enseñarle. Optamos por hacer una lasaña, y mientras le explicaba, no pude evitar mirarla con ternura. La forma en que se esforzaba por picar el ajo, aunque tardó más de lo esperado, me hizo reír. Su comentario sobre español a toda Transilvania me arrancó una carcajada. Esa era mi Valentina: dulce, sincera, divertida.