II: Deja vù

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El sol se asomaba tras los cerros, su fulgor contrastaba con el frío de esa mañana de finales de septiembre; parecía ser un día tranquilo para Ana Sofía que recién se levantaba con el canto de las aves y la claridad que se colaba hacia la alcoba, apenas tuvo tiempo para correr las cortinas y abrir las ventanas del balcón para llenarse el pecho de aire fresco, cuando escuchó el grito imperativo de doña Josefa «¡Arriba!» y las puertas de la recámara abriéndose.

—Alístense que van a acompañarme al mercado —entró diciendo doña Josefa. —En cinco minutos las quiero abajo para irnos.

Soledad aún desorientada despertó con el griterío y el chirrido de las puertas abriéndose de par en par.

—Dile a Ofelia que te acompañe esta vez —sugirió Soledad a su madre.

—Esa criada tiene que atender a las visitas que han llegado esta mañana —replicó doña Josefa. —Vendrán ustedes conmigo. —afirmó tajantemente.

—¿Visitas? —el desconcierto era visible en la faz de Soledad.

—Un par de hombres han venido a hablar con su padre por asuntos de negocios, ya ven que sigue con la "calilla" de plantar mezcal en estas tierras, y ellos son proveedores de plantas e insumos —explicó sin más detalles la mujer de mediana edad.

Al salir doña Josefa, las hermanas se pusieron manos a la obra en su arreglo. Se apoyaron una a otra a ajustarse los corsés y miriñaques que harían lucir sus finos vestidos, después se engalanaron con joyas, guantes de seda y emplumados sombreros, luciendo la opulencia que podían permitirse.

Cuando Ana Sofía y Soledad bajaron al vestíbulo apresuradas por su madre, se encontraron con don Rosendo y sus acompañantes. Con él conversaba un hombre de avanzada edad y el que parecía ser su hijo, un muchacho de gallarda apariencia, rubios rizos en contraste con su piel canela, y siendo los protagonistas de su rostro, un par de ojos color esmeralda, realmente cautivadores, que se cruzaron precisamente con los de Soledad. En ambos fue notoria una instantánea simpatía que se complementó con una mutua sonrisa.

—Mi señora y mis bellas hijas —presentó don Rosendo orgulloso a las damas con los visitantes.

Los hombres se pusieron de pie para no ser descorteses.

—Y ellos son don Félix Fontana, y su hijo Abel —añadió don Rosendo señalando a los que le acompañaban.

Doña Josefa advirtió el embobamiento con que Soledad miraba al visitante, era preciso interrumpirla, sino se quedaría ahí mirándolo sin disimulo. La tomó de la mano, y con un «Se hace tarde» la sacó de su arrobo.

—Con su permiso —se excusó doña Josefa. —Pero tenemos muchas cosas por hacer.

Las mujeres se retiraron al asentir los caballeros, y mientras estos volvían a sus asuntos, las féminas tomaron camino hacia la plaza principal que a esas horas se llenaba de vendimias.

Todo iba de manera rutinaria para doña Josefa, yendo de un puesto a otro comprando lo necesario para la semana, mientras Ana Sofía y Soledad eran cargadas con las numerosas canastas y costalillas rebosantes. Para las hermanas fue un alivio cuando su madre anunció que ya habían surtido todo, por lo pronto. Casi de forma involuntaria suspiraron con desahogo.

—Ahora que recuerdo, no he ido a dejar flores al templo —dijo de pronto doña Josefa acabando con la efímera paz de las muchachas. —Vayamos.

La maldición de El Infiernillo (2e)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora