IV: Una ventana al pasado

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Daban las seis de la madrugada, a lo lejos se escuchaban las campanadas que invitaban a misa, y el canto de los gallos; la luz del día ya se vislumbraba como un tenue resplandor coloreando el levante. Don Rosendo no había podido dormir ni un instante, al terminar la búsqueda se quedó en vela esperando noticias de Lucía; Israel se había quedado con él, pero hacía rato lo había vencido el sueño.

Al portón de la entrada llamaban unos insistentes golpes que interrumpieron el sueño de Israel y los rezos de don Rosendo.

—Tomás, ve a ver quién es —Ordenó don Rosendo al sirviente, hijo de Orfa.

El mozo fue a atender, y de inmediato comenzó el alboroto cuando vio a que se debía aquella visita tan temprana. Las luces de la casa se encendían y la familia dejaba sus lechos para ir a recibir a la hermana perdida.

—¡Es la señorita Lucía! —Gritó Tomás.

A don Rosendo se le olvidó la vejez y las reumas cuando escuchó nombrar a su hija, salió casi corriendo en su encuentro; al salir miró ahí a Lucía acompañada de ese muchacho que la había llevado de vuelta a casa.

—¡Gracias a Dios! —Exclamó el viejo.

Israel tomó en sus brazos a Lucía para llevarla adentro; mientras que don Rosendo se quedaba en plática con Francisco sin saber como agradecerle tan servicial acción.

—¿Cómo te llamas? Buen hombre.

—Soy Francisco, para servirle.

—Pídeme lo que quieras, si está en mi poder te lo daré.

—Se lo agradezco, señor, pero no busco recompensa, sólo hice lo que debía, por el bienestar de Lucía.

—Gracias, esto te lo tendré en cuenta.

—No hay nada que agradecer, ahora si me permite, debo retirarme.

Francisco se marchó, y don Rosendo fue adentro para mirar a su recién aparecida Lucía.

Tras la llegada de la hermana desaparecida, la escena tomaba distintos matices, la familia se había reunido y mientras la mayoría recibían con gusto a la menor de la familia, doña Josefa y Pedro se susurraban inconformes.

—Fallamos esta vez —susurró doña Josefa.

—¿Pero por qué tanto interés en deshacernos de la mocosa esa?

—Si supieras que es la pieza más importante del juego, quitándola del tablero podemos llegar directamente a Rosendo y su herencia —musitó la mujer.

Don Rosendo, con lágrimas de felicidad en sus ojos, abrazó a su hija, enseguida llamó a los sirvientes para que le trajesen ropas secas y le atendieran.

—Lo que debería hacer es darle un buen escarmiento —protestó Pedro al ver las atenciones de su padre hacia Lucía.—Pero, por supuesto que no lo hará, porque siempre ha sido su favorita.

—No es momento para discusiones —respondió don Rosendo levantando la voz.

—Es que es la verdad, nos hubiera dado un castigo ejemplar si la que se hubiera largado fuera yo, Ana Sofía, o... Cristina —apoyó Soledad.

El silencio se hizo presente, después se rompió con el fúrico grito de doña Josefa, pareció que le hubieran pateado las entrañas al nombrar a la hija muerta de los Belmares.

—¡No vuelva nadie a mencionar a esa mujer en esta casa!

Ana Sofía al escuchar eso se molestó, resolló hecha una furia y encaró a su madre.

—¿Y por qué no? —Reclamó Ana Sofía, la que siempre fue más cercana a la occisa hermana mayor. —¿Por qué siempre que la mencionamos terminamos peleando?

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⏰ Última actualización: 2 days ago ⏰

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La maldición de El Infiernillo (2e)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora