CAPITULO 4

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Capitulo 4

Rosenfeld

Cuando era niño, mi padre, un soldado del rey Magnus, se convirtió en conde. Un plebeyo se convirtió en noble y, aunque no teníamos mucho, podíamos al menos vivir el día a día.
Poco a poco, al crecer, aprendí el arte de la espada; aquella filosa y cruel arma se volvió una parte de mi alma, de mi razón, una extensión de mi cuerpo. Sé que suena extraño o tal vez ya lo habrán escuchado: para un soldado, su espalda es su vida, su amante, su confidente.

Hace cinco años, cuando estalló la gran guerra imperial, tomé mi lugar como uno de los comandantes del gran ejército, y mis esfuerzos y los de mi padre fueron reconocidos. Tomé un puesto en la guardia real, uno de los más importantes; traería la gloria a mi pueblo, a mi gente.

Aún lo recuerdo: el aroma a sangre, el agudo grito de millones de soldados cayendo ante el enemigo.
A mi padre lo vi ser apuñalado por uno de los traidores. En mis brazos dejó de respirar, y aunque gané la guerra, aunque logré subyugar al enemigo y traer la victoria, lo único que esperaba era que el rey al que sirvo brindara honor a sus hijos, a su pueblo, a mi padre.

No deseé dinero, mucho menos poder, solo que el nombre de mi padre fuera clamado por cada una de las personas de este gran imperio. Quería, solo deseaba que mi padre fuera reconocido por el rey.

— Hijo mío, has hecho un gran trabajo, nos has llevado a la victoria y por eso te daré el gran y ferviente honor de desposar a una de mis hijas.

¿Qué? No, esto no es lo que quiero, no necesito una esposa.
¿Acaso mis gritos de desesperanza serán escuchados?.

— No solo eso, como héroe se te será otorgado un título mayor, a partir de ahora serás Márquez y mi yerno.

No… no… esto no es lo que quiero…

— Le agradezco, su majestad, no merezco tal honor.

— No seas modesto, escucha, mi preciosa y delicada hija Cristina será una muy buena esposa. Como rey me alegra y bendigo su unión, pero como padre te ruego que la cuides como si en este mundo no existiera nada más; ahora ella te dará felicidad.

Necesito rechazar esto, esta no puede ser la recompensa por lo que mi gente se ha sacrificado.

— ¡Ah! Y como obsequio de bodas, Márquez, te entrego estas tierras.

Estas… estas son las tierras donde nací, ¿por qué el rey?... Ya veo, es una advertencia. Si no hago infeliz a la princesa, él puede quitarme todo, puede destruir lo único que me queda de mi padre.

— No tengo palabras para agradecerle, mi señor; aceptaré esta recompensa con honor y protegeré a la princesa como si fuera parte de mí, más que a mi propia vida.

Me siento usado, ¡tengo rabia y asco!
De tan solo pensarlo, quiero vomitar.
No, este no puede ser mi destino, no puede ser el destino de mi gente, mi familia. Esto no es por lo que mi padre tanto ha luchado, solo, solamente para ser un peón más del rey y vigilar a su hija.

¡Aaaah!, como quisiera rechazarlo, como quisiera estar ahora en mi hogar y jamás volver a este lugar.

Mientras veo las horas pasar, puedo escuchar el leve murmullo de la servidumbre a mi alrededor, de los meses gordos, y puedo ver a las ratas acercarse al león.

Mañana, mañana es mi boda, una unión que no deseo y que estoy seguro de que ella tampoco. Ambos somos solo piezas, solo pequeñas moneditas de plata que pueden ser cambiadas y manejadas a su antojo.

¡No! ¿Qué estoy diciendo? Es hija del rey, jamás ha pasado hambre o tristeza, no sabe lo que es la guerra, no conoce el mundo; ha sido mimada desde que nació.

Estoy cansado, demasiado.

La música, los murmullos, son agotadores.
Logré salir del salón y me dirigí al jardín. Hay un laberinto; no es muy grande ni alto, pero si un niño pequeño andara por ahí, de seguro se perdería.

Hay una gran estructura de piedra y mármol en medio, cubierta por flores, y una pequeña mesita en ella, acompañada de unas cuatro sillas.

Por alguna extraña razón, quise acercarme un poco más, tal vez para escapar del ruido o la intensa luz provenientes del salón.
¡Aah, paz!, hace mucho no escuchaba este agradable silencio; hasta hace poco solo escuchaba gritos de guerra.

Duele…

la cicatriz en mi abdomen duele, la pequeña herida en mi brazo duele. Arde…

En el bello y cálido silencio, donde no había más que mi corazón y mis pensamientos, pude oír a lo lejos una dulce y a la vez tan melancólica voz.

Era una mujer, una joven de tal vez unos dieciséis o diecisiete años.
Su cabello castaño, su piel ligeramente bordada por el sol y sus ojos… unos bellos y suaves ojos color café.

— Princesa… entiendo que esté ansiosa por la boda, pero… una mujer no debe andar a solas por la noche, mucho menos antes de su boda.

— Julia, si no hablas, nadie ha de saberlo. Si sigues elevando tu voz, alertarás a los soldados… Ve dentro, yo me quedaré un poco más en el jardín.

— Pero, mi señora… Hay una fiesta en el salón.

— No iré al salón, ahora vete, quiero estar sola.

Esa… esa mujer, es la que, desde el momento en que el sol vuelva a surgir por el este, se convertirá en mi compañera.

Creí, no, supuse que sería feliz; pensé que al tenerlo todo, no debería molestar esa mirada. Es como un alma en pena, una estrella que perdió su brillo.

¡Aaaah!, es como yo, ella también está vacía.

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